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Madre Verónica Berzosa: el amor a una madre es ciego… ¡imposible!, hasta un ciego lo ve

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Desearía dedicar esta meditación a vosotras, madres según el corazón de Cristo.

Dicen que el amor a una madre es ciego… ¡imposible!, hasta un ciego lo ve, porque el amor de una madre en realidad está en todas partes, el amor es visible, bien visible.

Una madre te ama más de lo que tú te amas a ti mismo. Todos tienen lugar en su corazón porque ella lo tiene escondido en el corazón de Cristo y… siempre permanecemos en ella, la llevamos siempre en nosotros; o mejor, siempre nos lleva ella.

Para vosotras un infinito gracias porque nunca se podrá dar testimonio suficiente de tantos dones como hemos recibido por vuestra vida entregada y silenciosa. Os debemos cuanto somos y tenemos; somos hijos de oraciones y lágrimas.

Las madres creyentes son madres con espíritu de salvación, configuradas por Él con una maternidad que tiene las dimensiones del amor y el gozo que viene del Espíritu Santo; madres creyentes que no teméis sufrir dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vuestros hijos (cf. Ga 4, 19). Con san Pablo podemos decir: ¿Quién enferma sin que enferméis vosotras, quién cae sin que vosotras os echéis a temblar, quién tiene fiebre sin que la hagáis vuestra, quién desfallece sin que desfallezcáis vosotras? (cf. 2Co 11, 29).

Me atrevo a afirmar que el corazón de una madre cristiana ama al ritmo del Espíritu Santo; se deja configurar al modo humano-divino de amar de Cristo: su sentir, su pensar, su obrar en ella… Jesucristo en todo su ser.

Una madre que, al estar tan ocupada en las ‘cosas del Padre’, va, lentamente, tejiendo un hogar cálido.

Vuestra vocación es el amor, vuestra misión sucede en el silencio, lejos de la publicidad, lejos de los primeros puestos. Comunicáis la fe, pero no solo con palabras, sino sobre todo a través de vuestra persona, de vuestro vivir y la entrega en lo más cotidiano.

Una madre que porta la fecundidad de Dios es espejo de una promesa que, por su belleza, reconocemos que también es para nosotros. En nuestra juventud, el mayor don es ver vidas cumplidas en rostros sencillos, pacificados, cuya plenitud atrae y a la vez inquieta, y puede desarmar hasta nuestras furiosas rebeldías.

Al corazón tan sediento no se le engaña. Su mayor anhelo es ser mujer, esposa, madre según el designio de Dios, el único que calma y colma la sed de felicidad.

Las lágrimas de nuestras madres en la fe

No hablar del rostro de una madre es casi imposible, pero hoy voy a detenerme en las lágrimas de nuestras madres en la fe. He aquí el sentir entrañable de nuestro san Agustín: “¿Habías Tú de despreciar las lágrimas con que mi madre te pedía no oro, ni plata, ni bien alguno frágil y mudable, sino la salud de su hijo? ¿Habrías Tú, digo, de despreciarla y negarle tu auxilio? De ningún modo, Señor; antes estabas presente a ella, y la escuchabas, y hacías lo que te pedía, en el modo señalado por tu providencia”.

Todos sabemos que las lágrimas de una madre son imborrables, quedan cinceladas y dibujadas en su rostro. Son lágrimas mudas, serenas, pero que expresan mucho más que las palabras. Su llanto rebosa sentimientos hondos, muy hondos. Jamás lloran por sí mismas, no conocen las lágrimas vacías ni superficiales. Sus lágrimas cuentan una historia de vida con los que aman.

¿Dónde se encuentra la fuente de estas lágrimas, de dónde nacen, sino de lo más profundo y secreto de la fuente del Amor? Brotan de la Fuente trinitaria que mana y corre en sus entrañas. Son lágrimas de alianza con Aquel a quien pertenecen, vienen directamente de Dios y vuelven a Dios.

Dios sigue llorando en la tierra

Vosotras, madres orantes, prolongáis las lágrimas de Jesús…

Su misericordia inagotable nos sigue por todos los caminos en los que nos desorientamos. Hacéis vuestra la misión de Jesús: ‘Es voluntad de mi Padre que no se pierda ni uno solo de los hijos que me ha confiado’ (cf. Mt 18, 14).

Con infinita paciencia, oráis y esperáis hasta que Dios pueda recoger a todos los hijos pródigos y estrecharlos contra su corazón. Permanecéis firmes en la certeza de que “no puede perderse el hijo de tantas lágrimas” (san Agustín).

¿Qué lloraron las lágrimas de Jesús, qué siguen llorando hoy?

Las lágrimas de Cristo son las lágrimas de Dios.

Cuando el Maestro avanzaba en solitario hacia la Pasión, apenas divisó Jerusalén, rompió a llorar; ante su ciudad amada. No era precisamente la ‘ciudad de la paz’ que Él hubiera deseado ver. Y, sollozando, se dirige a ella con palabras maternales y tiernas: “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallinita reúne a sus polluelos bajo sus alas y tú no quisiste” (Mt 23, 37).

‘Cuántas veces quise… pero tú no has querido’. Frente a la insistente voluntad salvadora de Dios, la insistente negativa del hombre: ‘¿Qué más pude hacer por ti, ciudad amada?’

‘Si al menos comprendieses hoy el designio de Dios… Yo reservaba para ti un designio de plenitud, ternura, prosperidad y fecundidad, y te encuentro deshabitada, cercada por el enemigo, reducida a ruinas…’ Sollozaba Jesús sobre su amada con una piedad como la de una madre que se aferra a su hijo para no dejarlo ir por el camino errado por el que se desliza.

Cristo sigue llorando en nuestra tierra… Las lágrimas de Cristo y de la Iglesia son como un aviso, como una llamada de atención, ¡y una promesa! Nos avisa para no estancarnos en caminos de tristeza y abatimiento, mientras que al mismo tiempo nos expresa la promesa de que el amor de Dios no nos faltará jamás, que es más fuerte que nuestras noches, que es mucho más fuerte que nuestra inclinación a destruir lo que ha sido creado con tanto mimo, con un designio de amor y plenitud.

El llanto de dos madres

Contemplamos hoy el llanto de dos madres:

– un llanto por la vida de un hijo

– un llanto ante la muerte de un hijo

No hace mucho, una madre que había perdido a su joven hijo se expresaba así delante de él: ‘Hijo mío, ¿me perdonarás alguna vez, sabrás disculparme que no pueda yo salvarte? Te he fallado, hijo mío, te he desamparado. Soy yo quien debía estar en tu lugar. Solo puedo quererte de esta forma tan inútil e impotente. Estás solo ante la muerte y yo no puedo acompañarte, hijo mío. No encuentro salida, no puedo retroceder en el tiempo, yo no puedo mantenerte vivo. Solo tengo una esperanza: soñar, despertar mañana y comprobar que solo fue una pesadilla. Pero la realidad me impide soñar; no puedo engañarme. Yo también desapareceré bajo la tierra contigo, una parte de mí va a ser sepultada para siempre’.

El hijo muerto convoca el duelo de aquella mujer que lo contuvo en su seno. Esta escena presenta un dolor desgarrador porque el auxilio materno topa con sus límites y, en la última hora, sin la esperanza que da la fe, la muerte quiere hacernos creer obstinadamente que todo termina aquí.

Yo pensé: ¿Quién recoge las lágrimas de esta madre? ¿Quién puede consolar su quebranto? ¿Quién puede aliviar tanta soledad…? Ciertamente que en su proceso de duelo podría ser ayudada por la compañía de quienes la aman, pero nadie podrá hacer desaparecer ni dar sentido a este dolor.

Dicen que el dolor por la pérdida de un hijo es el más indescriptible e intenso que se puede vivir. Dicen quienes lo han vivido que es un dolor devastador, al que acompaña un estado de shock, una pérdida inconcebible, insustituible, irremplazable; incluso en nuestro idioma no existe una palabra reservada para quienes ven morir a sus hijos.

Las personas que pierden a sus cónyuges se llaman viudas; quienes pierden a sus padres se llaman huérfanos; pero el dolor de los padres que pierden a un hijo no tiene nombre.

Todo el ser de una madre se resiste a aceptar haber sido madre como algo efímero. El hijo otorga sentido a la vida de la madre, la hace madre, y su pérdida sacude su identidad. No hay consuelo humano. El dolor dura para siempre porque el amor es para siempre.

Cuántos padres tienen un temor casi enfermizo a la muerte de sus hijos, ¿pero nos preocupamos de transmitirles el sentido de la vida auténtica?

Una doble maternidad

“Mi madre me engendró en la carne y en el corazón”, afirmó san Agustín. Quisiera ahondar en la doble maternidad de la que habla tan bellamente al recordar a su madre Mónica: “Me alumbró en la carne para nacer a la luz temporal y me engendró en el corazón para nacer a la luz eterna. Había criado a sus hijos dándoles a luz tantas veces cuantas veía que se desviaban de Dios”.

En el orden natural, lloramos con todo el ser la muerte física de un hijo; pero quienes han acogido el don de las lágrimas de fe lloran en vida a sus hijos, aunque esto queda oculto y hasta es incomprensible e irrisorio para quien no conoce el don de Dios.

¿Cómo podría entender una mujer que llora la muerte física de su hijo, las lágrimas de la madre de san Agustín? ‘¿Qué lloraba Mónica?’, se preguntaría una madre en duelo por su hijo muerto. Santa Mónica lloraba, con las entrañas desgarradas, por el hijo que aún estaba vivo. Permaneciendo en el corazón de Dios, veía el corazón de su hijo Agustín:

“Mi madre, tu sierva fiel, lloraba en tu presencia por mí mucho más de lo que lloran las madres la muerte física de sus hijos. Gracias a la fe y al espíritu que le habías dado, veía ella mi muerte. Y Tú la escuchaste, Señor. La escuchaste y no mostraste desdén por sus lágrimas, que profusamente regaban la tierra allí donde hacía oración. Tú la escuchaste… Porque mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas”.

Viuda de Naím

“Tu sierva fiel me lloraba delante de Ti como a un muerto que había de ser resucitado y me presentaba continuamente en las andas de su pensamiento para que Tú dijeses como al hijo de la viuda: ‘Joven, a ti te digo: levántate’, y reviviese y comenzase a hablar y Tú lo entregases a su madre” (san Agustín).

Tras este texto, quisiera hoy detenerme en un evangelio de san Lucas: la viuda de Naím, un encuentro bellísimo de Jesús con una mujer hecha dolor y llanto. Un evangelio que san Agustín hizo tan suyo…

Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre.

Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad.

Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: ‘No llores’.

Y, acercándose, tocó el féretro.

Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: ‘Joven, a ti te digo: Levántate’.

El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre.

El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros’, y ‘Dios ha visitado a su pueblo’.

(Lc 7, 11-16)

  1. Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre

Dios se hace presente en un tiempo y en un espacio bien concreto.

Los discípulos se mirarían asombrados: ‘¿Por qué el Maestro quiere ir a Naím?’ Ningún discípulo vivía allí… Naím estaba situada al pie del monte Tabor y era una ciudad importante. Para llegar a ella desde Cafarnaúm, Jesús debió caminar unas 8 ó 9 horas.

La iniciativa es de Jesús. Y los discípulos callan, porque van comprendiendo que siempre hay una razón escondida en el corazón del Padre y revelada a su enviado Jesús.

En cada paso, en cada milagro, Jesús se entrega enteramente a formar a sus discípulos.

A Jesús se le ve preocupado por lo que les espera a los suyos, es como si le invadiese por adelantado el desconcierto que sufrirán en la Pasión. Jesús, que conoce lo que esconde el corazón de los suyos, sabe que los discípulos solo conciben la resurrección como ausencia de cruz, alegría sin sufrimiento.

Sin embargo, ellos ven que Jesús no se aleja nunca del sufrimiento, porque no existe amor sin dolor. Quien ama, sufre. Ha querido sufrir hasta el final porque ha amado hasta el extremo, hasta el fin.

Con sus hechos y milagros quiere fortalecer el ánimo de sus discípulos. Quiere irles abriendo, paso a paso, a la Pasión… Quiere hacerles entender que los sufrimientos de esta vida no son sufrimientos de agonía que conducen a la muerte, que son dolores de alumbramiento que conduce a nueva vida, a ver el rostro de Dios… Porque “la vida del hombre es ver a Dios” (san Ireneo).

Jesús mismo en la Última Cena toma la imagen de la mujer con dolores de parto que olvida el sufrimiento por la alegría de traer una vida al mundo (cf. Jn 16, 20-22). Hoy quiere ayudar a los discípulos a penetrar en el misterio pascual: Pasión-muerte-resurrección.

  1. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad

Cerca de la puerta de la ciudad se da el encuentro de dos cortejos: el cortejo fúnebre de una madre en duelo y el cortejo de la vida: Jesús, sus discípulos y una muchedumbre que lo acompaña…

Dos caminos se cruzan: salen unos y entran otros, se encuentran la vida y la muerte. Una comitiva sigue a un muerto sin ninguna esperanza y la otra va detrás de una vida sin fin.

El cortejo de la muerte va a un lugar a las afueras de la ciudad, porque la ciudad, ayer como hoy, no soporta la vergüenza de ver a sus muertos; saca fuera de su civilización cualquier atisbo de muerte. La ciudad se concibe como un lugar de progreso, de la ciencia y tecnología, de los grandes; en definitiva, de las capacidades humanas para superar todos los límites. Pero he aquí que el límite de la muerte la ciudad no consigue suprimirlo. El miedo de los miedos es a la muerte.

Detengámonos unos segundos en el don incomparable de tener fe…

Nosotros, los cristianos, comprendemos muy bien este llanto desesperado sin la luz de la fe en Cristo resucitado. También sabemos que hay un llanto en el hombre que solo la vida eterna puede colmar. El hombre tiene sed de eternidad, todos tenemos sed de una vida que no termina, donde podamos reencontrarnos en el Amor eterno todos los que nos amamos.

El hombre, lo sepa o no, lleva inscrita en su creación una promesa de vida eterna, de bienaventuranza, de luz, de paz y comunión eterna.

  1. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella

Jesús, al ver a la mujer en llanto, tuvo compasión de ella… Los pasos de Jesús fueron interrumpidos y tuvo que detenerse al oír un gemido, el llanto hondo de una mujer que le traspasó el corazón. Es el grito de una madre a quien le arrancan el hijo de las entrañas.

Cristo se conmueve profundamente… El grito de nuestros corazones quebrantados cae en su corazón.

Jesús se adelanta en el amor… Quiere consolar a esta mujer que se lamenta sin esperanza. Nunca antes la había visto, pero se dirige hacia ella con paso firme y sereno, como si nadie la conociese mejor, de forma más completa y decisiva.

Esta mujer no ve salida alguna a su sufrimiento, porque había perdido a su marido y ahora también ha perdido a su hijo único. Toda su esperanza estaba puesta en este hijo y ahora se siente sin pasado ni futuro… ¡una escena desgarradora!

No sabe ni qué decir, no tiene palabras, no dice nada, no reza nada, no implora nada, no reclama nada, ni siquiera sabe qué desear. Experimenta como si sus lágrimas cayesen en el vacío.

¿En quién puede creer y esperar? ¿En quién puede descansar su dolor?

En este encuentro nadie requirió un milagro, y no hay ninguna súplica de intercesión, no hay fe, no hay esperanza, ni siquiera le pidieron un gesto de compasión.

En este evangelio no habla nadie, solo Jesús.

Una mirada de compasión…

Al verla… San Lucas dice: ‘Al verla’. Antes que por la muerte del hijo, se conmueve ante la madre que llora. A Jesús se le conmovieron las entrañas al ver que la vida y la muerte del joven eran la vida y el dolor de la madre.

Jesús ve que en el rostro de ella está escrita toda una historia de dolor, de soledad, de esperanzas defraudadas. Y tuvo compasión…

Tuvo compasión… Él mismo en persona viene a sanar los corazones destrozados… Ahora todo el poder divino está al servicio de un solo corazón roto, el de esta madre.

Y va a quedar al descubierto en este encuentro el corazón de Jesús, sus sentimientos… primero deja ver lo que siente y luego actuará. La mirada de compasión de Cristo hacia esta madre es como si tratara de llevarse el sentimiento de duelo y luto, como si quisiera traspasar su corazón dentro del corazón de esta mujer.

La compasión de Jesús no es solo un sentimiento, un lamento; es una fuerza que da vida, es una fuerza que es capaz de reanimar al hombre. El término hebreo para expresar la misericordia evoca el útero materno; el sentir de Jesús es como el de una madre cuando percibe el estremecimiento de la criatura que lleva en sus entrañas. Él, que creó nuestro corazón, ¿cómo no va a comprender el dolor del corazón de una madre?

  1. Y le dijo: ‘No llores’

¿Pero cómo se le puede decir a una viuda cuyo hijo ha muerto: ‘No llores’? Un imperativo aparentemente irracional, una frase tan desconcertante para el pensamiento del hombre, porque… ¿cómo puede una madre no gemir delante del féretro de su hijo? ¿En qué puede encontrar apoyo al escuchar a Jesús decir: ‘No llores’?

Sorprende que diga inmediatamente: ‘No llores’, sin preámbulos, sin centrarse en escuchar el suceso de la tragedia. No entra en diálogo con la mujer, no le pregunta nada de su realidad, ¡la hace suya!; no necesita saber nada más para abrazar en su gran compasión a esta mujer.

Algunos pensarían: ‘Si de verdad puedes hacer algo, hazlo lo primero’, porque solo si alguien le devolviese a su hijo vivo ahora mismo se le podría decir: ‘Mujer, no llores’, ¿pero antes?… puede parecer hasta una crueldad.

Jesús quiere llevar a la mujer un paso más adelante…

No podía devolverle al hijo sin obrar antes un milagro en el corazón desesperanzado de la madre; primero era necesario hacer resurgir en ella el ser mujer según el designio de Dios.

Dios, en su ternura y misericordia, da tiempo a la enfermedad, da tiempo a las lágrimas para ir ganando nuestro corazón y fortalecer nuestra fe.

‘No llores’: Esta palabra tan directa, que parece casi una orden, dicha con tanta autoridad, nos deja ver con evidencia que solo Jesucristo es el Señor de la Vida y de la muerte, y por ello puede expresarse así: ‘No llores’.

No eran palabras de reproche; eran de consolación, como si dijese: ‘Cesa ya tu llanto, pon tu esperanza ya en Aquel que tornará tu luto en alegría. Solo te pido que tengas fe. Algo nuevo está brotando… Mujer, levanta la mirada’.

Le invita a no replegarse sobre su dolor, a quitar la mirada de la muerte y ponerla en quien es la Vida. Jesús quiere alzarla a no desear ‘en pequeño’, aferrada a un deseo que puede ser bueno, sí, pero que tiene punto final. ¿De qué serviría el milagro de otorgar más tiempo a la sola vida natural y efímera, si su hijo iba a volver a morir? Es poco desear…

Jesús le está invitando a mirar la realidad con sus propios ojos, a mirar al Padre con su mismo corazón: ‘Y entonces verás más allá…’

Así ve Él; siempre ve más allá, ve en esperanza, ve lo que esconde su designio para nosotros: al paralítico lo ve caminando, al ciego viendo… ve a la viuda, madre de su hijo único, ¡la ve gozando tras haber llorado!

Aquel desamparo y muerte no eran el final de todo, porque la semilla de la resurrección estaba aquí presente en este Hombre que está hablando con ella y que inmediatamente le devolverá a su hijo vivo, revivido.

¡Quién sabe cómo se sentiría aquella mujer abrazada, tocada por aquella compasión que supera todo sentimiento humano y todo límite humano! La fe es la luz que nos hace ver la realidad en su verdad.

  1. Y acercándose, tocó el féretro

La compasión de Cristo se manifiesta en gestos concretos: el Amor se ha encarnado. En aquel tiempo era absolutamente impuro tocar un cadáver, pero Él rompe la distancia, se acerca y toca el ataúd.

Antes de dar una solución a nuestro sufrimiento, lo toma silenciosamente sobre sí.

Tocó el féretro. La Vida toca la muerte… Uno de los empeños de Jesús, que se ve en el Evangelio, es hacerse presente donde está la muerte; no quiere dejar que la muerte haga tranquilamente su trabajo en su criatura: “Yo he venido para que tengan Vida y Vida en abundancia” (Jn 10, 10).

No sabemos cuál fue la enfermedad que le ocasionó al joven la muerte, pero para el gran Médico no hay nada oculto ni nada imposible.

¡Cuántos jóvenes habrá que se asemejen al hijo de la viuda de Naím! Como escribía el gran padre san Agustín: “Como un muerto que ya has conducido a la sepultura porque lleva largas horas de estar muerto, así hay almas que llevan largo tiempo en la muerte espiritual y ya son conducidos a lo que llama el Apocalipsis la muerte segunda”.

Hay muchos jóvenes que dejan la juventud hecha jirones en las zarzas del camino, que no han estrenado el amor. Hay en el mundo tantos cadáveres ambulantes, tantos que tienen el nombre de vivos pero están muertos, tantos que parecen vivir y solo deambulan, aceptando poco a poco la pérdida del gusto por vivir.

Cuántas veces se dejan atrapar por malas compañías, con el rol de ‘acompañantes del funeral’, arrastrando juntos los deseos de vida hacia la sepultura.

Tomo unas palabras de Claudel que para mí expresan esta realidad fuertemente: “Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué tortura. Ah, no necesitaba que nadie me explicara qué es el infierno, pues en él había pasado yo una temporada. Ese breve tiempo me bastó para enseñarme que el infierno está allí donde no está Cristo.

Con qué facilidad decimos a los jóvenes: ‘Da igual tener fe que no, tú decides’. Yo puedo decir que he sabido lo que es el infierno hasta el instante de mi vida en que volví la mirada a Cristo”.

  1. Los que lo llevaban se pararon

Se dirigió a los que llevaban el cadáver y tocó el féretro con un ademán firme. Y los que conducían al muerto detienen su marcha ante aquel mayestático gesto de Jesús.

‘Deteneos, no sigáis más esta loca carrera que va hacia ninguna parte. Soltad el féretro de vuestro pasado. Dejad ese peso; vuestras espaldas no están hechas para portar féretros. Deteneos y preparaos para acoger la vida nueva’.

Sin saberlo ellos, les invita a que descansen en el poder salvífico de Jesús que los ha visitado. Cristo es el lecho, ¡el único lecho!, sobre el que podemos dejar todos nuestros pesos.

  1. Y Él dijo: ‘Joven, a ti te lo digo, levántate’. El muerto se incorporó y se puso a hablar

‘A ti te digo…’ ¡a ti! Llamó al muchacho muerto y lo despertó como de un sueño. Aunque un muerto no oye y es inútil dirigirse a él, solo nuestro Creador y Salvador puede despertar a los que Él sabe que duermen largamente. Solo Él puede despertar a los muertos.

‘A ti te digo…’ Sí, precisamente a ti: ‘Despierta, levántate, Dios tiene en su mente y en sus manos tu historia personal, ¡a ti!… Levántate, ponte en camino; y ahora, una vez reanimado, puedes ya incorporarte. Ha llegado tu hora de vivir, porque el Maestro está aquí y te llama’. ‘A ti te lo digo, y no a otro…’

Es la palabra de Dios la que nos da la existencia y nos dice quiénes somos nosotros. Él nos devuelve nuestro propio ser, porque habíamos olvidado nuestra identidad, o nunca la tuvimos. Habíamos olvidado que Dios tiene un proyecto concreto sobre cada uno de nosotros que siempre quisimos ignorar.

‘Levántate, ponte en pie’. Jesús, con este imperativo, se muestra como el Señor de la vida y de la muerte.

Cristo no nos ha prometido sobrevivir, sino resucitar. Bien sabemos que vivir para sobrevivir en el fondo es una elección de muerte, una elección de miedo que nos hace perder la alegría de vivir el hoy como un instante donde se nos entrega Dios-todo-Amor. Y en sobrevivir, en buscar constantemente el placer inmediato y efímero, no hay plenitud.

Se incorporó… El evangelista ha querido destacar que esto se da gradualmente. Son detalles que no pueden pasar desapercibidos.

Al levantarse, primero se incorpora, se sienta. Jesús no pretende que súbitamente salte y se ponga en pie. Dios tiene paciencia infinita, tiene tiempo siempre a favor de la criatura; y va entretejiendo nuestra relación con Él poco a poco, va seduciendo y ganando el corazón al ritmo de nuestro frágil latir.

Es necesario un largo camino de reanimación para acoger el milagro de vivir en verdad, para recorrer el camino del amor en libertad.

Y empezó a hablar… Este es el milagro: aquel que estaba encerrado en su tumba, aquel que dejó que la muerte lo retuviese como rehén, comenzó a expresarse.

Pienso qué diría este joven al ver el rostro de Jesús: ‘¡Cuánto me has amado!’ Esta sería la primera palabra: ‘¡Cuánto me has amado!’ Un hombre que tiene conciencia de ser amado por Dios, de que le debe todo a su poder recreador, exclamaría: ‘Gracias, Dios mío, te debo mi existir. Tú eres el que me da la vida, la palabra, el ser, el movimiento, la salud, la fuerza. No soy sin Ti, no soy sin tu aliento de vida’.

 ‘Levántate. Y ahora, ¿qué tumba te retiene?’ ‘En tu nombre, ¡ninguna, Señor!’

Todo está preparado por Él para dar un salto vital, hoy, aquí y ahora, un salto de fe.

  1. Y Él se lo dio a su madre

Se lo entregó a su madre en un acto de ternura y de confianza. En esta entrega todo está dado y dicho, no hace falta añadir más palabras.

Le confía el hijo renovado, renacido, y le invita a ella y a su hijo a confiar en el poder de Dios.

La finalidad de la resurrección del hijo de esta mujer no es solo el consuelo, sino precisamente la salvación de esta madre. Hoy ha llegado la salvación a su casa.

Para mí el verdadero milagro de este evangelio fue la reanimación del corazón de esta madre cuya esperanza solo estaba puesta en su hijo único.

Un aldabonazo de resurrección para aquella mujer.

Del gesto de Jesús, ella misma y el joven reciben su identidad verdadera de madre y de hijo. Y solo Jesús podía dársela. Recibe la verdadera maternidad en el momento que toma a su hijo de manos de Jesús.

Hay un amor eterno que precede su vida y ha querido que su hijo exista. Solo se comprende el valor de un don si se conoce al Donador.

Ahora palpa que su hijo procedía de Dios y quizá nunca hubiera sido evidente para su madre si el hijo no hubiese ‘muerto’. En este momento se le concede ver este don: que la vida procede del Señor. Ahora ve que todo le pertenece a Él.

Así es la providencia de Dios… en el funeral de su hijo, ella recibe la gracia de la maternidad. Escribía san Pablo: “La maternidad salvará a la mujer” (1Tm 2, 15).

  1. El temor se apoderó de todos y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros’, y ‘Dios ha visitado a su pueblo’. Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina

Esta es la conclusión que el evangelista confía a las voces del coro de Naím: Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios diciendo: ‘Dios ha visitado a su pueblo’.

Entienden que aquel beneficio es de todos y para todos, y vuelven a casa con la certeza de que Dios está allí. Ellos que solo iban a un funeral… ¡han recibido la visita de Dios!

Ante la pujanza de vida manifestada en Cristo, queda evidente que, tras la visita de Dios, el cortejo fúnebre se convierte en un acompañamiento de fiesta. Este es el signo evidente del cambio que trae la fe a nuestra vida.

Desde el seno de Dios Padre, ha enviado a Naím su misericordia entrañable: su Hijo.

Y aquellas gentes se convirtieron en apóstoles al ver este milagro y difundieron la fama del prodigio no solo por toda Judea sino también por las comarcas vecinas.

Jesús resucitado ha vencido, ha destruido la muerte con su propia muerte y devuelve la vida a los que estaban en los sepulcros. ‘Solo os pido que tengáis fe’.

Se cierra la puerta del reino de la muerte y solo queda abierta hacia el reino de Dios.

Dios nos visita. ‘Levántate’, la última palabra la pronuncia el Único que es nuestro Alfa y Omega.

Y una pequeña confidencia para finalizar…

Creo que no es casualidad que el Señor me hiciera nacer un 27 de agosto, día de Santa Mónica. Por eso, hoy no puedo sino hacer memoria viva de mi madre Carmina, que me transmitió la vida y la fe, el don de la vida en el Espíritu. Este es el legado, la herencia más valiosa que una madre puede dejar a su hijo, porque vivir en verdad es un milagro.

Lo mejor de la vida es cuando una casa se convierte en una pequeña Iglesia, en un hogar cristiano, en un lugar de evangelización, en una casa donde el Evangelio es sembrado en el corazón de los hijos, paso a paso, sin prisas ni imposición. Y cuando se ve el brillo humilde del amor que se anhela, entonces sobran las palabras y eres imantada por la verdad.

Creo que mi madre fue mi primera formadora en la fe, a pesar de que no tenía un ideal de formación ni lo pretendía… Su entrega maternal, suavemente, sin yo saberlo, me preparaba para la vocación a la que Dios me había designado: la consagración. Y todo estaba al servicio de la misión que de Él he recibido y por la que le estaré eternamente agradecida.

Solo queda el amor…

Yo antes no entendía las lágrimas de mi madre, hasta me parecían una exageración.

Casi nunca entendemos en el momento sus palabras, sino más tarde, quizá cuando rompemos por fin a llorar por el arrepentimiento y el tiempo perdido.

Es necesario escucharlas y reescucharlas una y otra vez a lo largo de la vida. ¿Quién no ha dicho en alguna ocasión: ‘Como mi madre me decía…’, ‘Oí decir a mi madre…’?

Esto confirma que han sido para nosotros palabras de sabiduría en el arte de vivir.

Manteneos firmes en la confianza en Dios

Cuántas madres estáis angustiadas porque vuestros hijos se encaminan por senderos equivocados, pero ¡no os desalentéis! El Maestro nos dice: ‘En el mundo tendréis pruebas, pero ¡ánimo!, Yo estoy con vosotros, Yo he vencido’ (cf. Jn 16, 33; Mt 28, 20). Y nuestra es su victoria.

Sí, porque también conocéis la experiencia de que, como escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz, “ninguna alegría materna se puede comparar con la felicidad de encender la luz de la gracia en la noche del pecado”.

Suplicamos por vosotras, madres, que perseveréis en vuestra misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándoos a Él con perseverancia en la oración.

La enfermedad de nuestra época se debe a que falta una verdadera maternidad. Y por eso hay tanta tristeza en nuestros jóvenes. Cuántos hijos se sienten huérfanos, sin puntos de referencia… Por eso, madres, son tan necesarias hoy vuestras manos juntas…

Oración:

Que donde los pies de vuestros hijos se niegan a caminar, caminéis vosotras.

Que donde rechazan la visita de Dios, vuestras manos se junten en oración.

Que donde vuestros hijos duermen, vuestros ojos velen.

Que donde vuestros hijos vagan perdidos, vuestros brazos se extiendan dispuestos a abrazarlos.

Que donde ellos experimentan dolor y soledad, vuestras entrañas se abran para que vuelvan a nacer a la vida.

Que donde ellos enmudecen, vuestros labios no callen.

Que donde ellos se sumen en oscuridad y en nubes de confusión, vosotras encendáis estrellas de esperanza.

Bienaventuradas vosotras que lloráis, porque recibiréis el mismo consuelo de Dios.

Que María, Madre de todas las madres, os estreche en su regazo, y os conceda su tierna y misericordiosa maternidad.

Cada día descansamos vuestros afanes en el regazo de la Bella Pastora. Amén.

 

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