Gustave Thibon, el poeta que descubrió en Simone Weil a su alma gemela en busca de la eternidad
(Religión en Libertad) Hace veinte años nos dejó el poeta y metafísico Gustave Thibon (1903-2001), con varias obras publicadas en español. Lejos de borrar su obra, la pátina del tiempo revela la extraordinaria permanencia de la misma y nos interroga sobre los espejismos de la modernidad. Raphaël Debailiac le ha consagrado un artículo muy completo en Valeurs Actuelles:
Gustave Thibon o la poesía de la unidad
Gustave Thibon nació el 3 de septiembre de 1903 en la propiedad familiar de Libian, en Saint-Marcel-d’Ardèche. Viñedos y olivos reinaban en esa tierra de piedras batidas por el viento. Su padre se ocupaba de la propiedad familiar y publicaba versos en el periódico local. Mientras el trabajo y los días se sucedían, le transmitió a su hijo el amor por la tierra y la poesía.
La Gran Guerra acababa de terminar cuando un joven Gustave de 15 años pasó su primera prueba. La gripe española se llevó a su madre en pocos días. Él mismo se salvó por poco. Una vez curado, dedicó su tiempo libre a la lectura y empezó a aprenderse de memoria los miles de versos que fueron el alimento de su obra. “La poesía expresa las verdades más elevadas, se adapta a la aparente incoherencia. […] El poeta está en el mundo como en un misterio, está comprometido por entero, y el misterio no lo resolvemos, sino que nos quedamos deslumbrados por él”, escribió.
Cuando tenía unos veinte años, el joven abandonó sus colinas para conquistar el mundo. Soñaba con hacer fortuna en el comercio, pero tuvo una serie de fracasos, en Inglaterra primero y en Italia después. En su desesperación, se embarcó rumbo a Argelia buscando jardines perfumados, princesas veladas y tesoros de Oriente, pero conoció el hambre.
Después de errar durante dos años volvió a la casa familiar, enfrentándose al mundo moderno, sus espejismos y su dureza. Había visto las grandes obras de arte de Londres, Roma y Argel la Blanca. En ellas vio la negación misma del progresismo porque no es la novedad lo que conforma su valor, sino una atemporalidad y una belleza que, tal vez, podamos igualar, pero que nunca podremos superar.
Lo que había entrevisto del mundo alimentó su sed de conocimiento. A fuerza de trabajo y voluntad aprendió, autodidacta, latín, alemán, italiano y español. Con 25 años, redescubre la fe lanzada a los cuatro vientos de su adolescencia. La priora del Carmelo de Aviñón, la madre Marie-Thérèse du Sacré-Coeur le hizo descubrir a San Juan de la Cruz, el santo patrono de los poetas españoles, cuya mística despojada de La noche oscura fue, para Gustave, una revelación.
“Seréis como dioses” es la última obra de Gustave Thibon que se ha publicado en español, con prólogo de Juan Manuel de Prada. Pincha aquí para leer el artículo que publicó ReL sobre esta obra.
Empieza a escribir en la revista Études carmélitaines. Conoce a Jacques Maritain, que le abre las columnas de la Revue thomiste y le anima a estudiar al filósofo alemán Ludwig Klages, entonces desconocido en Francia. Thibon sigue su recomendación y escribe su primer libro, La ciencia del carácter. La obra de Ludwig Klages, publicado en 1933, sobre el maestro alemán y la comparación entre pensamiento escolástico y psicología.
El amor, esa “sed de infinito aplicado a lo finito”
En la biblioteca de su pueblo encuentra la calma que necesita para trabajar. En las diversas búsquedas que hace en sus estanterías empieza a conversar, y algo más, con la joven bibliotecaria. Pero ella empieza a vomitar sangre y la tuberculosis le arrebata este primer amor.
Unos años más tarde se casa con la hija de su antiguo profesor en la iglesia de su pueblo, pero un funesto destino se lleva a su joven esposa cuando da a luz, apenas un año después de la boda.
Thibon se volvió a casar y tuvo dos hijos más, pero nunca se olvidó de los que ya no estaban. Pocos autores han escrito con tanta lucidez y ternura acerca de la deliciosa ilusión del amor, esa “sed de infinito aplicado a lo finito”. Don sin reserva que dos seres efímeros se hacen el uno al otro, no consiste tanto en buscar la felicidad como la unidad. Incluso los amores más groseros contienen una llama, y entre dos manos que se agarran dulcemente y una mirada compartida aflora un presentimiento metafísico.
“Sobre el amor humano” fue la primera obra que se publicó en español de Gustave Thibon, en los años 60. Ha sido luego reeditada.
Los sucesivos duelos le revelaron a Thibon la impotencia de un Dios que se ha retirado del mundo y ya no puede dar nada, salvo un amor sin efecto en su gratuidad absoluta. Fuera del alcance del hombre, no tiene otro poder más que inspirarle, de lejos, un sueño de unidad. Thibon tuvo la intuición, que él llamó una locura, de “la creación concebida como un suicidio divino por amor; de Dios que, extrayendo el Universo de la nada, cava la tumba donde se tumbará, inerte y frío, y [correrá] la aventura insensata de que le despierte de la muerte la fidelidad de su criatura“.
Cuando en 1939 estalla la Segunda Guerra Mundial, Gustave Thibon está fuera de servicio. Quiere ser útil como enfermero, pero tiene que dejarlo después de haber arrancado, torpemente, la piel a un paciente.
Acaba en el contraespionaje donde debe analizar la moral del ejército leyendo las cartas de los soldados. Paradójicamente, la debacle le trae la celebridad. A principios de 1940 publica una selección de fragmentos políticos con prólogo de Gabriel Marcel. Sus Diagnósticos. Ensayo de fisiología social tienen tanto éxito que, deseoso de incorporar algunos intelectuales al nuevo régimen, el mariscal Pétain le propone sucesivamente un puesto como embajador, una cátedra en el Collège de France y la concesión de la Orden de la Francisca [diseñada por el capitán Robert Ehret, era el símbolo del régimen de Vichy]. En vano. Thibon rechaza el camino de los honores y conserva su libertad.
Una familiaridad de alma como no había experimentado nunca
Es recompensado con un encuentro, el de una vida, como dijo él. Durante el verano de 1941, un amigo dominico le pide que acoja a una universitaria, antigua voluntaria de las Brigadas Internacionales en España, que había trabajado en una fábrica en los años 30 para conocer de cerca la realidad obrera. En ese momento aspiraba a descubrir el trabajo de la tierra, porque las nuevas leyes raciales la privaban del derecho a la docencia debido a sus raíces judías. Thibon acepta y, unos días más tarde, conoce a Simone Weil.
La amistad con Simone Weil (1909-1943) marcó para siempre la vida y la obra de Gustave Thibon.
Al principio, su indiferencia a las convenciones sociales y su brutal franqueza le incomodan. Sin embargo, pronto les une una profunda amistad. Ella le enseña el griego y, olvidando la guerra y sus miserias, hablan cada noche, durante largas horas, de Dios y del destino del hombre.
Al final ella decide unirse en Londres a la Resistencia; muere de tuberculosis en 1943. Antes de irse de Libian, le confía sus notas a Thibon. Es una conmoción. “Leyendo sus cuadernos, sentí una familiaridad de alma como no había experimentado nunca; leía lo que yo había pensado y lo que esperaba”. Tras la muerte de su amiga, hizo que las publicaran con el título La gravedad y la gracia, dando así a conocer a una de las más grandes filósofas de su tiempo.
Thibon decide mantenerse alejado de los odios sectarios. Hay “dos medios para respaldar los actos de bandidaje: entrar en la milicia o entrar en la resistencia”, constató decepcionado. Permaneció fiel al ideal monárquico, sin duda porque las raíces de Francia son realistas y porque “más allá de la historia no hay nada, el tiempo es el espesor del ser”. Su monarquismo no le debe nada a Maurras, del que ama la poesía y La música interior, pero rechaza el sistema político. Por otra parte, Thibon tiene de conservador solo el amor a la civilización. Entre sus amigos se cuenta también el padre Jacques Loew, el fundador de los curas obreros, para el que escribe el prólogo de su obra Les dockers de Marseille [Los estibadores de Marsella], de 1945.
Admirador de Nietzsche -algo original para un cristiano-, Thibon le dedica en 1948 uno de sus mejores libros, Nietzsche o la decadencia del espíritu. Encuentra en su flamante “metafísica de la guerra” la virtud de no escatimar nada de las certezas ilusorias del hombre, ni de la espuma social acumulada por la Iglesia en el transcurso del tiempo. Así, “cada uno de los pensamientos que chocan con este caos resplandece como un destello que ilumina el vacío del hombre sin Dios”. Nietzsche respeta solo el amor más elevado, el más puro y comparte, más allá de las apariencias, una forma de similitud espiritual con San Juan de la Cruz…
Durante la guerra de Argelia, Thibon colabora de manera puntual con La Nation française, dirigida por su amigo Pierre Boutang. Sin embargo, no está hecho para el combate político. Falto de espíritu militante, rechaza el espíritu polémico que acompaña a las idolatrías seculares y recuerda que lo propio de la verdad es llevar a una contradicción. Esta paradoja no lo lleva a un relativismo débil indigno de él, sino a su exacto contrario: el deslumbramiento del misterio. Detrás de la paradoja, Thibon adivina que las verdades más elevadas confluyen el Uno.
Su esposa Yvette muere en 1972. Madre, amante, esposa o amiga, las mujeres que son importantes para él se van antes de tiempo. Tal vez el duelo le hizo aprender que, en el momento mismo de perder a un ser querido, es cuando este se revela. Los griegos hablan de aorasia [invisibilidad], designando con este término la aparición de un dios “que reconocemos en el momento mismo en que desaparece”, la revelación actuándose por el despojamiento.
En 1955 publica Nuestra mirada ciega ante la luz y en 1964 recibe el Gran Premio de Literatura de la Academia de Francia. Después de estas dos fechas, y tras muchos años de silencio, Thibon reúne sus notas y publica La ignorancia estelada, El velo y la máscara y una antología de aforismos que lo acercan a nuestros más grandes moralistas.
Su fama le lleva a estar muy solicitado. Da conferencias en Francia, España, Italia, Bélgica, Suiza, Alemania y, al otro lado del Atlántico, en Canadá, Estados Unidos, México y Argentina. Incluso hace algunas apariciones televisivas en las que maravilla con su voz grave. El público reconoce su autenticidad, si bien no la comprenden. Y él se divierte con una notoriedad efímera de la que no cae víctima.
Un cristiano que nunca fue encasillable
Pero la edad empieza a pesarle y sus apariciones se hacen menos frecuentes. Publica su último libro, La ilusión fértil, en 1995. La Academia de Francia le recompensa de nuevo concediéndole el Gran Premio de Filosofía unos meses antes de su muerte, acaecida el 19 de enero de 2001. Este cristiano, que nunca fue encasillable, falleció casi centenario después de intentar poner en práctica durante toda su vida el arte evangélico “de vivir por encima del tiempo […], y no el arte de prolongar[se] en el tiempo”.
En un momento en que la humanidad, a falta de vivir, se confina para durar, Gustave Thibon nos recuerda que “todo lo que no pertenece a la eternidad hallada, pertenece al tiempo perdido“. ¿Acaso no decía que la belleza, que acerca el hombre a los dioses, es inherente al riesgo? Al huir del riesgo, ¿no reniega la criatura de ella misma y se hunde en una gravedad sin retorno?
Personaje aristocrático por excelencia, Gustave Thibon supo aunar la exigencia más elevada a una bondad sin condescendencia. Utilizando un lenguaje brillante, consagró su obra al servicio de la belleza, el amor y la eternidad, elevándose sin haberlo buscado al nivel de los grandes clásicos del espíritu francés.
Traducido por Elena Faccia Serrano.
(199)