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Sábado 1-01-2022. Octava de la Natividad del Señor. Solemnidad de Santa María, Madre de Dios.

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“María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”

Evangelio según San Lucas 2, 16-21

Los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Meditación sobre el Evangelio

Aquellos pastores, hombres sencillos que velaban sus rebaños (“Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los sencillos…” —Lc 10—), habían creído lo que el ángel les dijo, y sin tardanza, acudieron presurosos a Belén. Al llegar y contemplar semejante misterio, contaron entusiasmados lo que les había ocurrido, contagiando y dejando admirados a cuantos les oían («De la boca de los niños de pecho —de los sencillos— me hice alabar» —Sal 8—). Y llenos de la inmensa alegría que da la fe creída, vivida y corroborada, se volvieron alabando y glorificando a Dios, para seguir, transformados, sus vidas.

Para María y José, esta visita supuso otra gran sorpresa de parte de Dios, el cual refrenda con alborozo la fe confiada de ambos. Cuántas veces a través de personas o hechos que acontecen sin nosotros esperarlo, Dios nos sale al paso, mostrando con ello su complacencia por habernos fiado de él, de su Palabra, a través de algún acontecimiento, o de algo que vimos claro estando orando con él… Así, por un lado, nos confirma que hemos hecho su voluntad, y por otro, nos anima a seguir viviendo confiados en él, con lo que nos alegramos, le glorificamos y guardamos memoria agradecida de todo en nuestro corazón. Y algunas veces eso nos ocurre entre dudas, pues al poner por obra lo que entonces vimos claro y creímos, la luz, la seguridad y el impulso inicial que nos invadían, se quedaron atrás, dejando sólo espacio, en medio de la oscuridad, a la fe, que tendrá que luchar contra las dudas que querrían hacernos desistir.

¿Y qué encontraron en Belén? Justo lo que el ángel les dijera: un niñito, ¡y en un pesebre!, con José y María su madre. Niño que no era diferente a los demás. Pero tal visión componía un sencillo cuadro lleno de ternura, envuelto por fuera y lleno por dentro del amor de Dios. No es la apariencia lo que vale para Dios, ni lo que dictamina lo bueno o lo malo, sino el corazón de quienes participan en los hechos. Un Dios todopoderoso hecho niño indefenso, frágil, silencioso en palabras… ¡Quien es el Hijo del dueño y creador del Universo entero, de todo lo visible y lo invisible, por el que fueron creadas todas las cosas, hecho niñito pequeñín, sin nada saber aún…! ¡Dios, cuidador de los hombres, necesitado del cuidado de ellos…! ¡Qué contrastes! ¡Qué misterios! Dios es así. No quieras cambiarlo, ni le abandones porque no le comprendas. Disfrútalo y contémplalo tal cual él se muestre, aunque de primeras no le entiendas. Nuestra respuesta ha de ser siempre la fe (“El justo por la fe vivirá” —Hab 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38Ì. Una fe confiada en que él es amor, y todo lo que obra es con y por amor. Viviendo con esa fe es como le amamos. Acojamos sus palabras, sus misterios, sus cosas, meditándolas en el corazón como María. Preciosa ella, que a Dios creyó y en él esperó contra toda lógica humana. Así, él fue desgranándole sus misterios poco a poco, a Su tiempo (que no es el nuestro); a Su manera (que no es la nuestra). No es contradictorio Dios, no, sino que sus caminos no son como los nuestros; sus pensamientos distan de los nuestros como dista el cielo de la tierra (cf Is 55,9), el puro amor del egoísmo, e incluso de nuestro amor. Y tras los velos de sus palabras y misterios se esconde siempre su infinito e inigualable amor de Padre, como más adelante nos enseñará Jesús. Y una vez que en él esperemos y de él nos fiemos, nos conducirá con un ver distinto a nuestro ver de aquí, pero mucho más seguro que la seguridad que da las mayores evidencias y certezas de aquí. Y llenando nuestros corazones, aún más los ensancha en situaciones —a veces dolorosas, por ser la fe apertura al misterio divino que nos hace abandonar la lógica, seguridades y esquemas humanos— para más llenarlos… ¡Cuánto aprender contemplando a María y a José para ser como niños infinitamente pequeños, para ponernos en manos del Inmensamente Grande, sin el cual nada somos ni nada bueno podemos hacer… (cf Mt 19,26)!

Fiados de Dios iban viviendo con naturalidad los hechos cotidianos que, a su vez, conformaban la voluntad divina. Pertenecían al pueblo de Israel, y como tales seguían las prescripciones que marcaba su Ley. Fue en la circuncisión donde Cristo, niñito aún de ocho días, derramó sus primeras gotas de sangre por nosotros. Allí le pusieron por nombre el que a ambos les anunciara el ángel (a José, en sueños): Jesús (“Dios salva”; Salvador)…

¡Qué linda María, observándolo todo, escuchando y guardando en su corazón agradecido todas las cosas con profunda y serena admiración y adoración (“Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…”)! Ella contará todo lo vivido y maneras de obrar de Dios a su propio hijo, predisponiéndolo así para el modo como Dios (Padre) se le irá manifestando y comunicando exterior e interiormente. ¡¡Preciosa y sin igual madre, la llena de Gracial!! ¡¡Cuánto hemos de estar los hombres agradecidos a su «sí» por todas las generaciones…!!
¡¡Gloria a Dios por sus prodigiosos hechos y por su amor que nunca acaba!!

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