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Domingo 27º del Tiempo Ordinario. 3 Octubre 2021

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“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”

Evangelio según S. Marcos 10, 2-16

Acercándose unos fariseos, le preguntaron para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?» Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?» Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio». Le acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.

Meditación sobre el Evangelio

Mientras unos en Jerusalén le abominaban, otros le buscan y alrededor suyo se congregan. Un día se metió entre medias a turbar el sosiego, un equipo de adversarios. Le formularon una pregunta insidiosa. Acerca del divorcio existían dos escuelas teológicas; una sostenía que se podía repudiar a la mujer por motivos fútiles; otra, exclusivamente por motivos gravísimos. Le plantearon la cuestión, no con ánimo de dilucidarla, sino de tentarle.

Aprovechó el Maestro para sentar un principio que ya lo había promulgado en diferentes predicaciones, como en el sermón de la montaña. El matrimonio debe ser perpetuo; así lo ideó el Creador al fundarlo. Como un símbolo sacó a la mujer del costado para significar que había de ser como la misma carne; tan uno ambos, que el parentesco de la sangre quedase por debajo.

Misterio de unidad el matrimonio; símbolo de la unión entre Dios y la criatura hecha su niña; entre Cristo y su porción redimida, linda y alhajada como una novia; foco de unidad. Pensando en esta función expansiva, destinándolo a esta sublimidad divino-humana, el Creador hizo sólo una mujer para el primer hombre, y pronunció que los dos serían uno.

Unidad no de adherencia y pegamento que con un contratiempo se disuelve, sino de partes centrales de un cuerpo, que sólo con la muerte se resuelven. Es el matrimonio una unidad que pertenece a la humanidad, independiente de voluntad de los esposos; le pertenece como una doctrina hecha bulto y como un símbolo, como una exigencia que clama a los hombres: Amaos, uníos, ayudaos uno a otro, a imagen del matrimonio, y vivid para el otro, entregados como posesión que sois de ellos, por cariño vuestro y voluntad de Dios.

El vínculo prosigue para los casados cual ligamento irrompible, y para todos cual postulado eterno de caridad. Lo mismo que en el matrimonio no está la unión a merced de veleidades, lo mismo en la humanidad la caridad mutua es exigencia e imperativo supremo, a pesar de cuantos la pretendan desconocer. Dios creó al principio uno y una, como un cuerpo que no se divide sino con la muerte. Pues bien, «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre».

Objetaron: Tú vas contra Moisés; si es cierto lo que aseguras, ¿por qué Moisés prescribió el certificado de divorcio? Contestó: Moisés tuvo que transigir; la gente era entonces tosca y degradada; Dios pasó por tal corruptela con objeto de retener lo principal. Lo principal era el respeto y la consideración al Dios verdadero, y el respeto y la consideración al prójimo. Conservaría esto primordial a trueque de algunas concesiones secundarias. Llegada la plenitud de los tiempos, cuando se ha de poner en marcha la plenitud de la caridad, se hace preciso perfilar con toda su pureza la doctrina. El matrimonio, pues, torne a ser lo que fuera en el principio.

Para adelante el Maestro promulga la indisolubilidad del matrimonio. El inciso «salvo fornicación» quizá sea una interpolación, pues que en todo caso el Maestro declaró tan incorruptible el lazo entre los esposos, que exclamaron asustados los discípulos: De ese modo, mejor es no casarse.

Ausentes de la caridad, se organizan los matrimonios sin ella, y reputan espeluznante no poderlo disolver. Distantes de la caridad, viven el matrimonio sin ella y dejan a merced de caprichosos afectos su éxito y su fracaso. Fuera de caridad, es aterrador no poderlos anular. Carentes de ella, proyectan el matrimonio como un viaje de bodas y un festín de delicias, barato regocijo de placer al alcance cotidiano de la mano; el día que eso falle, nada les resta.

Fuera de la caridad, fuera del Nuevo Testamento vivido y comprendido, desazona la indisolubilidad del matrimonio; pero los que lo emprenden rumbo a la caridad, los que la ejercitan primordialmente con el cónyuge, los que saben que verifican el signo de la unión de los hombres e intentan exaltarla por la intensidad de su amor mutuo, para éstos es conmovedor y sagrado el vínculo indisoluble. Por tal razón, los que aman comprenden el compromiso eterno; por lo mismo, los que más necesitan ser amados (mujer e hijos), más bendicen una perennidad indestructible. Dios, Padre de los fuertes y de los débiles, protege a los débiles pidiendo a los fuertes que si algún día fuere menester, se sacrifiquen por ellos.

Estaban los discípulos aún lejos del espíritu de Jesús; el corazón, aunque se mostraba adicto, más era a la persona que a la doctrina; desprovistos de amor a los hombres, carecían de su espíritu. De ahí los disgustos que a menudo le causaban a Jesús; hoy es uno de ellos. Querían las madres presentarle a sus rapazuelos para que los bendijese; pero los discípulos se opusieron. En esto el Maestro dióse cuenta de la trifulca. Se molestó con los discípulos y les intimó: Dejad a los niños que se acerquen a mí. Los acogió riente a su alrededor.

No calibra Jesús a los hombres por su tamaño, ni por su prestancia social; calíbralos por su debilidad y por su proximidad a Dios. Es condición del amor extremarse con el amado cuando menos se vale él solo, grácil y endeble; los niños son así, que apenas valen.

Para la caridad es por demás atractivo el apto para ella y el próximo a Dios. Los niños generalmente son tan aptos para el modelado de la caridad, para la aceptación del Evangelio hecho de amor y esperanza, que no hay más que trabajarlos con aciertos para que resulten del Reino de los cielos. En cambio sucede que a través de los años se desatiende el desarrollo de su corazón y se los cría en egoísmo, hasta lograr unos individuos egocéntricos, hechos y contrahechos de conveniencias. Cuando mira a los niños como a una promesa que aún es posible, como a un capullo que aún no heló el cierzo, se le va el corazón a ellos y suspira. Aún hay más. Los niños resultan un retrato de lo que hay que ser para asimilar el Evangelio. Como arrapiezos, que Él nos limpie y nos cosa y nos provea el presente y también el porvenir; nuestra provisión es Él. Poseemos una fe ciega en sus consejos, en sus enseñanzas, y vivimos no sostenidos en nuestro saber sino en el suyo, tomando con fe infantil alborozada las palabras del Evangelio, sin modificar, sin componer, sin esconder. Niños ante su Evangelio, niños ante Dios, gurripatos suyos: «De los que se parecen a ellos es el Reino de los cielos; yo os aseguro que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en Él».

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