“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”
Evangelio según S. Marcos 16, 15-18
Jesús se apareció a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Meditación sobre el Evangelio
C ómo cuida Jesús de ellos después de resucitar! Se les aparece, los mima, los prepara, los fortalece y los instruye. Ya está para subir al Cielo, y los envía, como en vida hiciera a los pueblos y aldeas adonde pensaba ir él, pero ahora al mundo entero. Son portadores de su doctrina liberadora, llena de vida: el Evangelio. Quedan como continuadores de su obrar, aunque propiamente sigue siendo él quien, de manera misteriosa, pero real, sigue obrando. Así lo indica el mismo Jesús: “En verdad, en verdad os digo: el que recibe a quien yo envíe me recibe a mí; y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado” (Jn 13,20); “Quien a vosotros escucha, a mi me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,16). Y más adelante, Pablo: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20); “Un solo cuerpo formamos en Cristo, siendo él la cabeza y nosotros los miembros” (Rom 12,5; Col 1,18; 1Cor 12,27).
Fue el hombre con su pecado quien rompió el orden primero, el equilibrio de amor y unidad establecido por el Padre. Desde entonces, la creación entera está como a la espera de que ese orden lo restablezca quien lo rompió. Siendo ello imposible para el hombre, Dios lo hace posible: el Hijo se hace hombre, uno de tantos, semejante en todo a nosotros menos que no pecó; y así, a los que voluntariamente lo siguen a lo largo de todos los tiempos, les da poder de ser hijos de Dios (Jn 1,12-13); hijos en el Hijo, para devolver con inmenso amor la Creación al Padre: ¡Es regalo del Hijo!
Dice Pablo que “hasta hoy toda la creación gime y sufre dolores de parto” (Rom 8,22) y “está expectante —hasta los mismos ángeles— aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8,19). Esa manifestación ha de ser en fe esperanzada, confiada, de hijos en su Padre, y en caridad, en amor a todos, puesto que ambas cosas constituyen el Evangelio de Jesús, lenguaje y vida nuevos ansiosamente esperados.
Quienes esto reciben en su corazón y lo van viviendo, están unidos a Cristo “como el sarmiento a la vid”, por lo que “producirán fruto abundante”, haciendo así efectivo su bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; es decir, amando con el mismo amor con que se aman las tres divinas personas; predicando con sus vidas la unidad con que las tres son un solo Dios. Con su vivir invitan a todos a abrirse al amor, a abrirse y vivir a Dios, uniéndose así a toda la Creación en esa misma unidad de vida amorosa. Nada dañará —sí será molestado, atacado por el diablo y los suyos hasta el final de los tiempos— a un amor que así es vivido, acrecentado, y los hijos de la luz actuarán como actuaba Cristo: expulsarán demonios, curarán enfermos, resucitarán muertos…, según que el Espíritu, como a Jesús, ahí los conduzca: “Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios —el Espíritu Santo, que es el amor de Dios—, esos son hijos de Dios” (Rom 8,14); “En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre” (Jn 14,12). Esto ya lo pregustaron los apóstoles y otros discípulos cuando Jesús los envió a preparar su llegada a pueblos y aldeas proclamando la Buena Nueva del Reino de Dios (Lc 9,1ss; 10,1ss).
Ese ‘bautizarse’ se refiere, primordialmente, a un acoger y empezar a vivir esa forma de vida que Cristo trajo a la Tierra: ese amar a todos, dependientes de un Dios que es Padre, que es como realmente el bautismo se vuelve operativo. Sólo así, haciendo esto vida de nuestra vida, es como se puede propagar contagiosamente ese vivir entre las personas de buena voluntad. Sólo así, desde el amor, como hacía Cristo, es como se evangeliza de veras, auténticamente (“En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” —Jn13,35—). Sólo así se van allanando caminos, enderezando sendas, rebajando montañas y rellenando valles, aunando pueblos, naciones y razas, facilitando el encuentro de cada hombre y mujer con Dios. Sólo así se van preparando verdaderamente los caminos del Señor. Sólo así se posibilita que todos puedan recibir el amor inmenso de un Dios que es Padre y es amor; amor a todos, pero que quiere manifestarse de manera única a cada uno en su vivir: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” —nos dice San Juan en 1Jn 4,16— .
Así lo experimentaron los apóstoles que, habiendo sido testigos directos de la vida pública, pasión, muerte y resurrección de Jesús, desde la ascensión hasta Pentecostés “perseveraron unánimes en la oración junto a María” (Hch 1,14). Alentados por ella, viviendo en amor mutuo y fe con ella, aguardaron “ser revestidos de la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24, 48-49), el Paráclito, el Espíritu Santo Consolador prometido por Cristo que reciben cuantos creen las palabras de su boca y quieren transformarlas en vida (cf Jn 14,15-16).
También lo experimentó Pablo, y también tantos y tantos que a lo largo de la Historia van componiendo esa plena manifestación de los hijos de Dios.
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