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Sábado 21º del T. Ordinario.- Martirio de S. Juan Bautista.- 29-08-2020

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“Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro”

Evangelio según S. Marcos 6, 17-29

Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado. El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano. Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a preguntarle a su madre: «¿Qué le pido?» La madre le contestó: «La cabeza de Juan el Bautista». Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: «Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista». El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

 

Meditación sobre el Evangelio

C uando el rey despojó de su mujer al hermano indefenso, Juan condenó públicamente tal acción, ya que predicaba la caridad a todos. La conocía todo el mundo y no era cosa de que se pensara que la ley de caridad no se exige a los poderosos; así sucede deplorablemente con tantos predicadores, bravos con los débiles, y zalameros con los potentes; buscan su vida y desertan de la verdad por mantenerse situados. El rey lo metió en la cárcel. Con todo, le guardaba consideración y gustaba hablar con él, pues se lo imponía su carácter sagrado y la rectitud clara de su alma. De sus conversaciones salía perplejo. Dios estaba con Juan, lo protegía en el calabozo, se hacía sentir a su lado y llamaba a Herodes por medio suyo; a punto estaba de comenzar a abrirse al reino pero… ¡es tan difícil que un rico tan poderoso entre!

Entre tanto Herodías, perversa, planeaba la perdición del único que podía separarle su consorte regio. Juan buscaba en Herodes el bien de Herodes; Herodías buscaba en Herodes su propia ambición; para que Herodes no cambiase y porque odiaba al predicador que condenaba su conducta, maquinó matarlo: “os envío como ovejas en medio de lobos”. La ocasión se le presentó en la jarana desenfrenada de un festín. La chiquilla con su danza nubló la cabeza del monarca bebido y fanfarroneando. Cuando aleccionada por su madre reclamó la cabeza de Juan, Herodes se sobresaltó; los comensales, peores que él, jalearon a la muchacha y le alentaron a cumplir el juramento. Así murió Juan, como una copa estrellada entre risas de una orgía.

Dos mundos distintos quedaban perfilados: de lobos y de corderos, demonios y ángeles, piedras y corazones, veneno y caridad. A los malos les estorba el bueno, conspiran contra él; unos, con la refinada atención de Herodías alerta toda la noche; otros, con la refinada desatención de seguir apurando copas y batiendo palmas a la bailarina.
Pero Dios es nuestro Padre y «quien perdiere su vida la encontrará».

Los discípulos de Juan corrieron a recoger el cadáver.

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