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Miércoles, Octava de Navidad. Fiesta de S. Juan Evangelista 27-12-2017

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«Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó»

Evangelio según S. Juan 20, 2-8

El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó

 

Meditación sobre el Evangelio

María Magdalena iba con las demás mujeres el domingo, muy temprano, oscurecido aún, para embalsamar el cuerpo de Jesús con aromas y perfumes, por no haberlo podido hacer cuando le dieron sepultura, ya que el sábado se les echaba encima. En cuanto vieron la piedra del sepulcro corrida, Magdalena no siguió con las demás del grupo para ver qué sucedía, ni pensó que Jesús hubiera resucitado, sino que su apasionamiento la llevó a salir corriendo y avisar a Simón Pedro, a Juan y a los demás, de lo sucedido, con temor de que se lo hubieran llevado. Sentía un gran amor agradecido y apasionado por Jesús, su salvador, que había expulsado de ella muchos demonios. Es una cualidad del amor el agradecimiento, unido al reconocimiento humilde, de corazón, de ser nada la criatura y serlo todo Dios.

Pedro y Juan, movidos por la noticia que les trae María, van corriendo al sepulcro. Juan, más joven, corre más y llega antes. Se asoma, observa, pero no entra. Deja que lo haga primero Pedro, al que tiene un cariñoso respeto: había presenciado y aceptado de corazón cómo Jesús (el Padre) lo designa cabeza de ellos, de la Iglesia. Y, al igual que nos narrara el día y la hora exacta en que conoció a Jesús (no se le olvidará jamás), narra también el momento en que nos dice que creyó; creyó en la palabra de Jesús, que les predijo que resucitaría de entre los muertos. Creyó sin ver a Jesús, sino sólo con lo visto en el sepulcro vacío. Y actúa a modo de notario, como testigo fiel y escrupuloso, dando detalles de todo lo que ve.

Él, el discípulo a quien tanto quería Jesús, que tanto se sentía amado por Él, uno de los hijos del Trueno, que querían pedir a Dios que mandara fuego para quemar a aquel pueblo de samaritanos que no los acogía en su marcha a Jerusalén; el que quería impedir curar y echar demonios a uno que lo hacía en nombre de Jesús, porque no era del grupo («no es de los nuestros»); el que quería ocupar uno de los dos lugares más importantes en el Reino, pegado a Cristo, a su derecha o bien a su izquierda («el que quiera ser el primero entre vosotros, sea el último y el servidor de todos…» —Marcos 9 y 10—)…

Ése discípulo iba más y más creyendo a Cristo («Esto os mando, que os améis los unos a los otros»), haciendo vida su Palabra con obras («Hijitos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras», llegó a escribir en su primera carta 3, 18, tras haber convivido con María, la madre del Señor, los últimos años que ella estuvo en la Tierra)… Ése discípulo, pues, iba obrando la Palabra en los acontecimientos que se iban presentando (aquí, cede la primacía de entrar a Pedro).

Y es que “en Cristo solamente vale la fe que actúa por el amor” (Gálatas 5).

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