1. Home
  2. ESPIRITUALIDAD
  3. La oración en Santa Teresa del Niño Jesús
La oración en Santa Teresa del Niño Jesús

La oración en Santa Teresa del Niño Jesús

715
0

«Si yo te contemplase en tu sublime gloria muy más brillante sola que la gloria de todos los elegidos juntos, no podría creer que soy hija tuya, María, en tu presencia bajaría los ojos» (PN 54).

Estas palabras que Teresa escribe a propósito de su relación con la Virgen, nos las podemos aplicar ahora nosotros. Si al hablar de su oración, la viésemos en la más alta de las perfecciones, la podríamos admirar, pero quizás no nos atreviéramos a llamarla hermana nuestra.

1.- Confidencias. Por eso, para reconciliarnos con nuestra pobreza, creo que puede ser bueno comenzar recordando algo más de sus confidencias a sus hermanas de comunidad acerca de la práctica de su oración. Nos habla de una oración hecha a menudo sin consuelo, en aridez, a la intemperie, con sufrimiento, con sueño, sequedad, ante un Jesús que no habla. Escuchemos sus confidencias:

«No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he tenido» (A 79v); «mis ejercicios para la profesión fueron, pues, como todos los que vinieron después, unos ejercicios de gran aridez» (A 76r); «he observado muchas veces que Jesús no quiere que haga provisiones. Me alimenta momento a momento» (A 76r); «durante mucho tiempo, en la oración de la tarde, yo me colocaba delante de una hermana que tenía una curiosa manía… En cuanto llegaba esa hermana, se ponía a hacer un extraño ruido, parecido al que se haría frotando dos conchas-has una contra otra. Sólo yo lo notaba, pues tengo un oído extremadamente fino. Imposible decir cómo me molestaba aquel ruidito. Sentía unas ganas enormes de volver la cabeza y mirar a la culpable… Me sentía bañada de sudor, y me veía forzada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento» (C 30v); «la sequedad es mi pan cotidiano» (A 73v), dice a propósito de los momentos de intensísimo dolor ante la enfermedad de su padre, cuando tiene que enfrentarse silenciosamente al misterio de Dios. «Al lado de Jesús, nada, sequedad, sueño» (L 74).

2.- Nació en una familia que sabía orar.Recordando la famosa frase de J. Jeremías, podemos decir que «Teresa nació en una familia que sabía orar». El ambiente familiar es para ella un ejemplo vivo de oración. En su casa se ora; juntos acuden a las celebraciones litúrgicas y aprenden a leer los acontecimientos de la vida, gozosos o dolorosos, que de todo hubo en su casa, con los ojos de la fe en Dios. Las personas cercanas la han acompañado con los rezos de costumbre (A 33v), pero ella quiere algo más, busca otra cosa. A los diez años se queja de que no le hayan enseñado todavía el modo de hacer oración, a pesar de que tenía muchas ganas. «María pensaba que era ya bastante piadosa, y no me dejaba hacer más que mis oraciones habituales. Un día, una de las profesoras de la Abadía me preguntó qué hacía los días libres cuando estaba sola. Yo le contesté que me metía en un espacio vacío que había detrás de mi cama y que podía cerrar fácilmente con la cortina, y que allí «pensaba». ¿Y en qué piensas?, me dijo. Pienso en Dios, en la vida, en la eternidad, bueno pienso… Ahora comprendo que, sin saberlo, hacía oración y que ya Dios me instruía en lo secreto» (A 33v). Hay otro episodio, anterior a éste, en que apunta ya en ella esa tendencia contemplativa. Está contándonos uno de sus paseos al río con su padre: «A veces intentaba pescar con mi cañita. Pero prefería ir a sentarme sola en la hierba florida. Entonces mis pensamientos se hacían muy profundos, y sin saber lo que era meditar, mi alma se abismaba en una verdadera oración… Escuchaba los ruidos lejanos… El murmullo del viento y hasta la música difusa de los soldados, cuyo sonido llegaba hasta mí, me llenaban de dulce melancolía el corazón… La tierra me parecía un lugar de destierro y soñaba con el cielo» (A 14v). Al igual que en todos los niños, tremendamente capacitados para la sorpresa, el estupor y la admiración ante todo lo que les rodea, también en Teresa se va alumbrando una oración contemplativa, silenciosa, espontánea, que irá creciendo con ella.

3.- Un momento clave: la adolescencia. Podemos considerar como algo normal los momentos contemplativos de la niñez. Sin embargo, en la adolescencia de Teresa observamos de algún modo una opción consciente por la oración, una lucha por ser orante, por vivir con Jesús la verdad de su vida. Destacamos algunos aspectos:

a) Une oración y vida. Teresa observa la vida y la piensa; del pensamiento pasa al trato con Dios. Su oración desde el principio está llena de vida. El periódico pone ante sus ojos la vida de las gentes, y su corazón sensible y atento pone esas vidas ante Dios. El caso de Pranzini es la expresión de quien ora la vida (A 46r). Esta dimensión vital se irá desarrollando a lo largo de su existencia: su propia vida, la de su familia, la de la comunidad, la de los misioneros, la de los sacerdotes, la de los pecadores, estará siempre en su oración. El corazón de Teresa se va agrandando y va acogiendo a la gran familia que Dios le va poniendo a su cargo. El corazón de Teresa va siendo un corazón habitado, con muchos nombres dentro. Esta será una de sus formas de amar.

b) No alimenta varias vocaciones. Está en un momento muy hermoso de la vida. Se puede abrir a mil experiencias fascinantes; pueden comenzar los halagos ante su belleza. Puede poner los ojos de su corazón en muchas cosas, sin embargo prefiere escoger una y amarla bien. En cartas a su hermana Inés, una unos meses antes de entrar en el convento y la otra pocos meses después de entrar, dice: «Quiero entregarme por completo a él, no quiero vivir más que para él» (L 43B); «¡Quiero amarle tanto! ¡Amarle como nunca ha sido amado! (L 74). Si para orar hacen falta ganas, deseos, sed, a Teresa en este momento le sobran. A su prima le dice: «Preocúpate un poco menos de ti misma, dedícate a amar a Dios y al olvidarte de ti. Todos tus escrúpulos no son más que el fruto de buscarte a ti misma. Tus penas, tus congojas, todo rueda alrededor de ti misma. Todo gira alrededor del mismo eje. ¡Por favor! Olvídate de ti misma y piensa en salvar almas» (Citado por el P. Piat, Marie Guérin, p. 86).

c) Reconocimiento de su pequeñez. El Dios que ha dejado en su interior la sed y la ha puesto en camino hacia la fuente, va a invitarla a través de mil experiencias pequeñitas a que se conozca a sí misma. En vez de crecer y extenderse hacia fuera, va a comenzar decidida el camino hacia su interioridad y verdad, hacia su pobreza y pequeñez. Intuye que el secreto está en atreverse a no ser. Es el tiempo del sufrimiento («El me acribilla a alfilerazos» (L 74)), el tiempo de mirar de frente las propias debilidades, el tiempo del desierto y del amor de noviazgo (Oseas 2). He aquí un texto excepcional, entre tantos, que expresa esa lucha que mantiene consigo misma para ponerse en verdad: «Cuando pienso en el tiempo de mi noviciado, veo qué imperfecta era… Me apenaban cosas tan pequeñas que ahora me hacen reír. ¡Ah!, la bondad del Señor ha hecho crecer mi alma, le ha dado alas… Más adelante, el tiempo que vivo me parecerá lleno de imperfecciones, pero ahora ya no me extraño de nada, no me apeno viendo que soy la misma debilidad; al contrario, es ella la que me glorifica y espero descubrir cada día nuevas imperfecciones en mí» (C 15r). Teresa ha recorrido decidida el camino de su pequeñez y ha querido habitar su pobreza, sin concesiones, sin falsos sueños de santidad. Cuanto más profunda es la conciencia de su incapacidad, con más docilidad se va a dejar modelar por el Alfarero. «Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones» (C 2v). Esta lucha para aceptar su nada, va a hacer de ella una mujer libre, sin miedo a los halagos y sin miedo a la «ensaladita que le preparan de vez en cuando las novicias» (C 27r). «Ya pueden todas las criaturas inclinarse hacia ella, admirarla, colmarla de alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una gota de falsa alegría a la verdadera alegría que saborea en su corazón al ver lo que es en realidad a los ojos de Dios: una pobre nada y sólo eso» (C 2r).

d) Orar también en la dificultad. Este dato es esencial en la oración evangélica. Jesús oró en la alegría y en el dolor. En la vida de Teresa, a pesar de que una mirada superficial sólo vez en ella rosas y dulzura, ha habido, y mucho, tribulaciones y alegrías. «Muchas hermanas piensan que usted me ha mimado, que desde mi entrada en el arca santa no he recibido de usted más que halagos y caricias. Sin embargo, no es así» (C 1v). Con demasiada frecuencia se quiere hacer de la oración únicamente un ejercicio de alegría, olvidando la cruz. Teresa es muy consciente de esto y no ora a merced del gusto, de las fuerzas que experimenta, o de las luces interiores que descubre. Aprende a orar en toda circunstancia. «Cuando no siento nada, cuando soy incapaz de orar y de practicar la virtud, entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús más que el dominio del mundo e incluso que el martirio soportado con generosidad. Por ejemplo, una sonrisa, una palabra amable cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado» (L 143).

e) Oración nueva. Teresa descubrió un caminito todo nuevo (C 2v). Y detrás de todo camino nuevo, hay una oración nueva. No hecha a base de muchas fórmulas, sino de lo que le sale del corazón. «Para ser escuchadas, no hace falta leer en un libro una hermosa fórmula compuesta para esa ocasión. Si fuese así… ¡qué digna de lástima sería yo…! Fuera del Oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no me siento con fuerzas para sujetarme a buscar en los libros hermosas oraciones; me produce dolor de cabeza, ¡hay tantas, y, a cada cual más hermosa…! No podría rezarlas todas, y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben leer, le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende» (C 25r). Esta oración nueva no siempre la ha vivido en paz consigo misma. La da vergüenza decirnos esta perla de verdad, nada fácil de decir en su ambiente: ‘Rezar yo sola el rosario me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia… ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención… Durante mucho tiempo viví desconsolada por esta falta de atención…, ahora me entristezco menos, pues pienso que la Reina de los cielos ve mi buena voluntad y se conforma con ella» (C 25v).

f) «El Guía mi barquilla». Jesús es el protagonista de su vida y de su oración. Lo tiene muy claro (L 43). A este propósito, puede servirnos una fábula que nos cuenta Henri Caffarel, la fábula del violín y el violinista. Dice que tras una apoteósica función, estallaron los aplausos al caer el telón. Se redobló el entusiasmo y salió el violín a escena; haciendo una reverencia, señaló al tímido violinista que se mantenía en un rincón y dirigiéndose al público, dijo: «Deseo que sus aplausos vayan dirigidos igualmente al violinista; me veo obligado a reconocer que, privado de su concurso, no habría sido capaz de tener este éxito». Muchos cristianos podemos ser como este violín. La santidad a la que aspiramos con muy buena voluntad es nuestro negocio, aunque sea con la ayuda de Dios. Sin embargo, la perfección no es un negocio del hombre con el concurso de Dios, sino la obra de Dios con la conversión, acogida y colaboración del hombre. La oración no es sino la entrega a esta acción divina: «Los verdaderos hijos de Dios son los que están movidos por el Espíritu de Dios» (Gálatas). Para Teresa es evidente que es Jesús quien la guía. Al descubrir que es totalmente incapaz de orar por sí misma, deja a Dios actuar en ella y se abandona confiadamente a su acción divina. Deja a Dios ser Dios. Su pequeñez no va a ser motivo de ausencia, sino de presencia. Un presencia exigida por su pobreza radical. Ahí radica su confianza, sabe que «hasta en las casas de los pobres se le da al niño todo lo que necesita» (UC 6.8.8). «El mérito, dirá en una carta a su hermana Celina, no consiste en dar mucho, sino en recibir mucho» (L 142). «Jesús es quien lo hace todo y yo no hago nada» (L 142). «Para amaros como vos me amáis necesito tomar vuestro propio amor, solamente entonces encuentro reposo» (C 35r). Teresa en todo momento se sabe «violín» de Jesús. El verdadero protagonista es Jesús -«hace ya mucho que he comprendido que Dios no tiene necesidad de nadie ( y mucho menos de mí) para hacer el bien en la tierra» (C 3v)-, no sólo para lo sabroso sino también para lo doloroso. En una carta a Celina mira con ojos de fe los acontecimientos dolorosos de la enfermedad de su padre y termina diciéndole: «No es una mano humana la que ha hecho esto. Ha sido Jesús. ¡Es su mirada velada la que ha caído sobre nosotras! (L 120).

4.- El rostro de Dios La oración es cosa de dos, de Dios y nuestra. Y tan importante es que el rostro del orante se ponga en verdad ante Dios, como que el Dios que tiene delante el orante sea verdadero, y no manipulado ni creado a imagen y semejanza nuestra. En la definición que da Teresa de la oración, apenas nos dice nada del rostro de Dios. Se detiene más en una ladera de la oración, en la respuesta que ella da al Dios que nos ora. «Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del sufrimiento coito en medio de la alegría. En una palabra, es algo que me dilata el alma y me une a Jesús» C 25r). Su Dios está detrás. ¿Cómo es el Dios que la ora primero, que pone su palabra en el corazón?

a) Como un Padre. El rostro de Dios se presenta para Teresa como un padre. La palabra preferida por Teresa para llamar a Dios es «Papá». María del Sdo. Corazón atestigua: «Varias veces oí cómo llamaba con gran candor a Dios «Papá, Buen Dios» (Pro II, 770). En una época de marcado sabor jansenista, en la que el acento se ponía en Dios justo Juez y en el esfuerzo personal por asegurarse la salvación mediante las buenas obras, temiendo al pecado que acechaba por todas partes, Teresa prefiere mirar libremente al amor misericordioso de Dios, al amor que se inclina y se abaja para hablar le lenguaje de nuestra pequeñez. El nombre de «Padre», referido al «Padre del Cielo» no aparece más que una veintena de veces en los manuscritos autobiográficos, lo que es muy poco si se compara con el número incalculable de veces en que habla de la persona de Cristo. De todos modos, impresiona la importancia que da a la primera persona de la Santísima Trinidad: casi siempre que habla del Padre cita un versículo del Nuevo Testamento. Le encanta’ ver al Padre como «aquel que ha ocultado las cosas importantes a los sabios y entendidos y se las ha revelado a los pequeños» (Lc 10,21). Este texto aparece ocho veces en sus escritos (A 49r; A 71r; B 5v; C 4r; L 127; L 190; L 247; Est 2): Un día, la hna. Genoveva entra en la celda de Teresa y la encuentra en un gran recogimiento. ¿En qué piensas?, le pregunta. Medito en el Padre; es tan dulce llamar a Dios Padre nuestro, le responde Teresa con los ojos brillantes de lágrimas (CR 80).

b) Como una madre. Dios es también madre para Teresa. Cuando escudriña apasionadamente «la Escritura para conocer el carácter de Dios» (PO 1275) y contemplar el rostro del Amor, descubre que es no sólo real, primero y fiel, sino que es un amor que desciende hacia lo pequeño, con una entrañable misericordia. En el florilegio de textos de la Escritura que lleva Celina al convento, descubre Teresa dos tesoros que lavan a meter de lleno en el océano de la bondad de Dios. Ve a Dios como una madre, que grita: «El que sea pequeñito que venga a mi’ (Prov 9,4) y «como una madre que acaricia a su hijo, lo consuela, lo lleva en su seno y lo mece sobre mis rodillas» Is 66,13.12).

c) ¡Jesús! La experiencia de Dios padre y madre no le viene de la gozosa experiencia de paternidad y maternidad que tuvo en Alençon y Lisieux, le viene de Jesús. El amor de Jesús le ha regalado la filiación, el poder gritar: ¡Abbá!, ¡Padre! (Rm 8,15). Teresa descubre que la mejor forma de glorificar al Padre es «amar a Jesús y hacer que otros le amen», verdadero estribillo en sus cartas. Ningún nombre resuena tan profundamente en ella como el de «Jesús». Sin él no sabe hacer nada, de ahí la presencia fuerte de Jesús en su vida; no quiere pasar ni un momento sin pensar en él. El rostro de Jesús, al que se enfrenta desde la vida, es un rostro nuevo. ‘Descubre la «Santa Faz» de Jesús agonizante, su rostro sangriento, humillado. Cristo brilla en su noche. «No hay nada más que Jesús, todo lo demás no existe., Amémosle, pues, hasta la locura» (L 96). Jesús es el «hermoso lirio de nuestras almas» (L 105). La Palabra es el fundamento de su oración y el medio privilegiado del encuentro con Jesús. Comentando el texto: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23), dice: «Guardar la palabra de Jesús, he aquí la única condición para nuestra felicidad, la prueba de nuestro amor a él. Pero, ¿quién es esa palabra? Me parece que la palabra de Jesús es él mismo, Jesús, el Verbo, ¡la Palabra de Dios! (L 165). Su modo de orar la Palabra consiste en buscar en cada página el rostro de Cristo. La lectura de la Palabra no tiene otra finalidad que el encuentro con él. Teresa se sabe ante todo elegida por Jesús. Sirviéndose del bello relato de Ezequiel, exclama: «Al pasar junto a mí, Jesús vio que estaba ya en la edad del amor, hizo alianza conmigo y fui suya … Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio. Me alimentó con flor de harina, miel y aceite en abundancia. Me hice cada vez más hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina. Sí, Jesús hizo todo eso conmigo» (A 47r). Ve a Jesús como un mendigo de su amor (B 1v). Esta es su oración: «Pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí» (C 36r). Y a pesar de no ser más que una niña se ofrece por entero al amor de Jesús (B 3v).

5.- La respuesta a Dios El acierto mayor de Teresa ha sido descubrir su condición de hija pequeña para poder relacionarse 1 con el Padre. Este ha sido el gran regalo que le ha entregado Jesús. De ahí la constante invitación que hace a todos a buscar esa identidad y no quedarse en la superficie: vivir para uno mismo, problemas, victimismo, infantilismo… Para saber cómo responde a Dios, nos detenemos en la definición que da de la oración. La recordamos: «La oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo que me dilata el alma y me une a Jesús» (C 25r).

a) Impulso del corazón. Resaltamos dos momentos privilegiados en este lanzamiento liberador hacia el Señor. Uno tiene lugar en la Navidad de 1886. «Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más bello de gracias del cielo» (A 45v). «La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante. Sentí que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz» (A 45v). Antes había palpado lo «fácil que es replegarse uno sobre sí mismo» (A 58r). Otro momento ocurre en los ejercicios espirituales del P. Alejo. El encuentro con este guía providencial, que curiosamente a ninguna otra monja del convento le gustó, «me lanzó a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero por los que no me atrevía a navegar». Sufría Teresa por aquel entonces grandes pruebas interiores de todo tipo y sintió cómo se le dilataba el alma. «Desde entonces volé por los caminos del amor» (A 80v).

b) Mirada hacia el cielo. Con una preciosa comparación con el pajarito y el águila, Teresa es la mujer que se atreve a mirar: «Yo me considero un débil pajarito cubierto únicamente por un ligero plumón. Yo no soy un águila, sólo tengo de águila los ojos y el corazón, pues, a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al Sol divino, al Sol del Amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila» (B 5v). No se acerca a Dios con su propios esfuerzos y méritos, sino aceptando y ofreciendo la propia nada. «Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma. ¡Sólo mira a su único Amado» (L 109). A su hermana Celina, que no termina de encontrar la manera de responder al Señor, le comenta como quien ha descubierto un tesoro: «El no quiere más que una mirada, un suspiro,, pero una mirada y un suspiro que sean sólo para él» (L96). Y le enseña a orar mirando, contemplando: «Mira su Faz adorable… Mira sus ojos apagados y bajos.. Mira estas llagas… Mira a Jesús en su Faz… Allí verás cómo nos ama» (L 87)

c) Agradecimiento. Es sólo un ejemplo, pero fue la tónica de toda su vida; cuando lee los textos de Proverbios e Isaías, exclama emocionada: «Ante tales palabras, no hay más que callar, llorar de agradecimiento y de amor» (B 1r). Teresa, desde su pequeñez y de su nada (C 2r), sabe cantar que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en ella (C 4r); y lo hace con total sencillez, porque «me parece que si una florecilla pudiera hablar, diría simplemente lo que Dios ha hecho por ella, sin tratar de ocultar sus regalos» (A 3v). El modelo de su canto de alabanza es María: » En casa de Isabel escucho, de rodillas, / el cántico sagrado, ¡oh Reina de los ángeles!, / que de tu corazón brota exaltado. / Me enseñas a cantar los loores divinos, / a gloriarme en Jesús, mi Salvador. Tus palabras de amor son las místicas rosas / que envolverán en su perfume vivo / a los siglos futuros. / En ti el Omnipotente obró sus maravillas, / yo quiero meditarlas y bendecir a Dios» (PN 54, 7). La imita continuando su Magnificat: «Mi alma desborda de gratitud al ver los favores que he recibido del cielo» /A 43r).

d) Amor. La oración es cuestión de amor. Teresa no conoce otro de responder que el amor. «Amar, ¡qué bien hecho está nuestro corazón para eso!» (L 109). Un amor, que en muchos momentos no es sentir amor, sino querer amar. Ella, que había dicho: «La única gracia que deseo es que mi vida acaba rota por el amor» (C 8v), cuando pronuncia sus últimas palabras recogidas por la comunidad, hermosa expresión de toda una vida, no puede decir otra cosa que un amén solemne al amor: «Lo amo» ¡Dios mío…, te amo!» (UC 30.9). El amor es su seguridad y su amén. Y desde ahí grita su confidencia íntima: «no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (UC 30.9). Apenas son cuatro palabras (impulso, mirada, agradecimiento, amor), pero definen la oración de Teresa de Lisieux. Se podrían añadir otras; pero basta con éstas. Y las cuatro realidades las vive tanto en el sufrimiento como en la alegría. Teresa expresa con suficiente claridad y hondura que se puede mirar a Dios desde el sufrimiento, y que también en el sufrimiento puede brotar un grito de agradecimiento y de amor.

Fuente: cipecar.org

(715)

DONA AHORA