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Lunes 22º Tiempo Ordinario 04-09-2017

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«Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor»

Evangelio según S. Lucas 4, 16-22. 24-27. 29-30

Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor». Él se puso a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su tierra. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino

 

Meditación sobre el Evangelio

Allí se había criado. Un hombre como todos, pero qué distinto su interior. Su santidad no fue la llamativa que trae desalada a la gente, boquiabierta, rumoreante. Era la naturalidad suprema. El público ignorante de la verdadera religión, la santidad la concibe milagrera, fosforescente, contorsionada, extraña. Jesús toma la vida como ella es, con carpintería y con madre, con primos y amigos, con paseos y taller, dormir y levantarse; toda esa vulgaridad de acciones con que nos compuso Dios para en ellas vivir, y vivir suyos.

En esa vulgaridad e inefable sencillez de nuestro barro, Dios engendra a sus hijos y se recrea en ellos, recibiendo sus caricias que saben a amor y a esperanza. La lavandera, el chiquillo, el municipal y el limpia calles, saben que metiéndose en su tarea andan con Dios; y aquél más con Dios, que más fácilmente se le deslice la dulzura hacia Él y hacia los hombres. Sus paisanos no habían conocido el tesoro que era Jesús. Ahora que resonaba con milagros, es cuando pensaron que se le podría tomar en consideración. Tal modo de criterio es mundano, aunque parezca religioso.

Tomó el rollo de Isaías, lo corrió y escogió un pasaje sobre la caridad del Mesías: su caridad con los pobres, con los cautivos, con los ciegos, con los oprimidos. «Esta profecía se está cumpliendo ya», proclamó. Cuando ha querido retratarse a sí y resumir su obra salvadora, concrétala en su caridad. Cien veces tornará a hacerlo, hasta que concluya toda su enseñanza el último día: «Amad como yo». Empieza la era del Mesías, el amor del Padre y de los hijos. Es un don tan grande, que no puede ser más. Es la generosidad divina abriéndose de par en par; la era de la gracia del Señor. ¿La recibirán los hombres? ¡Amargo dolor para Jesús, ofrecerles la riqueza y verla rechazar, ver destrozar la dicha con su dureza!

Al principio estuvieron atónitos, oyéndole disertar tan elocuentemente. Después… (Sucediera la transmutación en aquel instante, sucediera a través de los meses da lo mismo, pues la fuerza del suceso queda igual) gruñó uno de los asistentes (¿zafio?, ¿envidioso?, ¿gazmoño?): «¡Ése no es más que el chico del carpintero!». Surgieron preguntas como pedradas, todas contra su pretendida mesianidad. Qué groserías y bufonadas salieron a la plaza, lo podemos imaginar. Cómo se quiebra el alma como un cristal, cuando gente soez rebuzna contra el bien, cuando gente sin razón se aprietan como el ganado para pasar a fuerza de número por encima de la verdad y se alejan relinchando su victoria. «No echéis las perlas a los cerdos» recomendaría Jesús.

En un claro, Jesús, que no perdía la serenidad y guardaba una frialdad caliente al discutir, asestó uno de aquellos golpes suyos que zanjaban aturdiendo, desnudando al contrincante: «Ninguno es profeta en su patria».

Les citó dos ejemplos, Elías y Eliseo; los de fuera los tomaron por hombres de Dios y recibieron sus milagros; mientras los de dentro los tenían menospreciados.

Aquí fue el estallido; acalorados y fuera de sí por la disputa, esgrimiendo pretextos de blasfemia y desacato contra Dios y su parcela de Israel, lo agarraron para matarlo.

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