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Miércoles Santo. Feria.- 27-03-2024.

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“Mi hora está cerca”

Evangelio según San Mateo 26, 14-25

Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?». Ellos se ajustaron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo. El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?». Él contestó: «Id a la ciudad, a casa de quien vosotros sabéis, y decidle: “El Maestro dice: mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”». Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo: «En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar». Ellos, muy entristecidos, se pusieron a preguntarle uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?». Él respondió: «El que ha metido conmigo la mano en la fuente, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: «¿Soy yo acaso, Maestro?». Él respondió: «Tú lo has dicho».

Meditación sobre el Evangelio

Las tinieblas ocultan los planes malignos, los oscuros movimientos de los que debieran ser luz y haberse abierto a la Luz, a la Buena Nueva, para bien del pueblo. Quieren apagarla, porque no quieren ver, embarcados en sus egoísmos, sentados en el trono del ser servidos, y no en el del amar sirviendo, y empapados de envidia, al ver que las gentes se iban tras él (“Sabía Pilato que se lo habían entregado por envidia” —Mt 27,18—). Pero «nada hay escondido que no llegue a saberse» (Lc 12).

Era Judas Iscariote uno de los Doce, mas no basta la elección de Dios; debe poner su pizca el hombre, como indica Juan en el prólogo de su evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre». Para cada uno tiene Dios planes excelsos. Cada uno está llamado a ser un miembro del Cristo total, del Cuerpo Místico, del cual Jesús es la cabeza. Todas y cada una de las células de este Cuerpo, todos y cada uno de sus miembros y órganos, son importantes, necesarios, independientemente de que sean más o menos visibles. A cada uno dota Dios de cualidades, dones, que, empleados para el bien de los demás, nos van convirtiendo en hijos suyos dando fruto: unos producen treinta, otros sesenta, y hay quienes ciento; y así se va cohesionando ese Cuerpo que vamos formando. Ante los dones divinos corresponde al hombre una libre respuesta («El que no está conmigo está contra mí» —Mt 12—), que se realiza, exclusivamente, actuando a favor o en contra del amor al prójimo, que es como se demuestra el verdadero amor al Padre y a Jesús, y que constituye la señal auténtica, única e indubitable del vivir el Evangelio de Cristo («Este es el mensaje que oísteis desde el principio: que nos amemos unos a otros… Quien dice amar a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, a quien ve, miente… No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras…» —1Jn—; “En esto conocerán todos que somos de Cristo: si nos amamos unos a otros” —cf Jn 13,35—), y en lo que debe desembocar la auténtica fe, según aquello de Pablo: «Fe que actúa por la caridad, por el amor» (Gál 5); o bien: «Ya puedo tener fe hasta mover montañas, que si no tengo amor —al prójimo—, nada soy y de nada me sirve» (cf 1Cor 13). Ni siquiera servirá haber hecho milagros («Pero Señor, si hicimos muchos milagros y echado demonios en tu nombre…»), de lo cual Judas también participó, cuando fue enviado con los demás apóstoles de dos en dos con ese poder (cf Mt 10). Para los tales sin caridad Jesús es contundente: «¡Alejaos de mí los obradores de injusticias y maldades!» (Mt 7).

El Padre, en sus planes, puso a Judas con los demás apóstoles para vivir junto a Jesús, en contacto directo y asiduo con él, y así se contagiase de su forma de ser, de su fe; conociese y experimentase de primera mano su amor y misericordia entrañables, su dedicarse a todos…, para que fuese perfilando y limando sus asperezas, abriendo más y más su corazón a la Luz; para ir pasando de su egoísmo, con sus inclinaciones y matices, al amor (que es la vida que Él trae), llegando a dar frutos para el Reino desde su apostolado, llevando muchos hacia Dios. Pero se ve que Judas no iba aprovechando los cuidados, el amor que Jesús dedicaba a los suyos, y a él en particular («No le importaban los pobres, sino que era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando…» —Jn 12—). Entre esos cuidados vemos cómo lo eligió para apóstol; era el responsable y encargado de llevar la bolsa; en la última cena le lavó los pies, le ofreció cariñosamente un trozo de pan untado, le facilitó la huida —Jn 13—, y lo llamó «amigo» cuando lo estaba entregando con un beso —Mt 26—, gestos todos para, con un delicado e inmenso amor, recuperarle del reino de las tinieblas.

Ahora le vemos aguardando la ocasión propicia para entregar a Jesús, a cambio de unas monedas… Esa entrega viene de que “el diablo se la había inspirado” (Jn 13,2) y él, voluntariamente, había accedido a llevarla a cabo. Una vez consumada, ciertamente se arrepentirá, y será el único en dar la cara ante los sumos sacerdotes y el Sanedrín, devolviéndoles las monedas y reconociendo haber entregado sangre inocente. Después, en lugar de acogerse a la misericordia divina (que es la solución para todos nuestros crímenes y pecados, esperando su seguro perdón), se quitará la vida. También Pedro vivirá ‘su propia traición’ negando por tres veces conocer a Jesús, pero llorará amargamente al cruzar su mirada con la de él, yendo a refugiarse en la misericordia del Padre («Desahogaos con Dios y descargad en él todo vuestro agobio y todas vuestras preocupaciones…», aconsejará en su primera carta como quien eso ha experimentado a fondo…). Si Judas hubiera reaccionado también así, hoy tendríamos otro santo más en los altares.

Sabe Jesús por el Espíritu, por su contacto asiduo con el Padre en la oración, que se aproxima el momento culmen del amor a los suyos, a todos los hombres y al Padre para realizar en plenitud el plan por Él establecido. Se le nota afectado, pero con ardiente deseo de intimar con ellos: «Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos». «Se puso a la mesa con los Doce». Quiere dejarles sus más relevantes recomendaciones antes de partir, mas la intimidad no llega a ser completa, porque Satanás está acechante para entrar de lleno (lo hará tras tomar el bocado que Jesús le ofrezca —Jn 13—) en quien ha venido abriéndole sus puertas, Judas, el traidor.

También sabía que uno de los suyos lo iba a traicionar (escrito estaba —Sal 41,10—), y sabe quién es: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Esta frase siembra la tristeza y una cierta duda en los corazones de los otros once, los cuales, no estando del todo seguros de cuánto era su amor por Jesús, cada uno piensa que pueda ser él quien le traicione… Pero, en su limpieza y llaneza de corazón, se confían, se abren a él como el nene a la mamá, y van preguntando uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?». Jesús, al dejar caer la frase, vuelve a tender la mano a Judas… ¡Otra oportunidad más! No ceja Dios en su empeño de ir a través de los suyos (aquí directamente por Jesús) en busca de la oveja perdida, en busca del pecador, por si se deja coger para llevarlo sobre sus hombros.

Y todavía lanza otra frase más contundente aún para darle que pensar, por si al menos el temor a lo que le espera por seguir el camino que ha emprendido le hiciera regresar: «¡Ay del que va a entregarme!; más le valdría no haber nacido». Pero, desgraciadamente, no surte efecto. Ya se hallaba libremente entregado al rey de las tinieblas, y las palabras de Jesús no penetran, sino que resbalan por fuera de su corazón. Dios es pleno amor, y no oculta la plena verdad, porque el amor obra desde la verdad; no se ciega, no se cierra a la verdad que ve. Cuando ve al amado que se va gravemente descarriando, el amor se las apaña para ir ofreciendo gradualmente su mano y lograr un regreso lo menos traumático posible; pero si este no se produjese, el fuerte amor hace que aparezca, nítida y de golpe, toda la verdad; transparente, clara, pura, por dura que sea, dando a conocer lo que ocurrirá de seguir así (“Más le valdría no haber nacido”), como último remedio que salve… ¡Pero siempre estará por medio la libertad del hombre!, aunque cada vez más disminuida para poder ver y elegir si su entrega al mal ha ido creciendo de forma progresiva. Si Judas hubiese reaccionado para bien, otras habrían sido las profecías de los profetas. Descubre Dios totalmente las catastróficas consecuencias que se derivarán de seguir el malo en su actitud y con sus obras. Por parte de Él no va a quedar. Así Jesús, que advierte a todos en distintas ocasiones en el Evangelio de lo que lleva consigo no tomar ni vivir su doctrina; con lo que se encontrarán de manera natural, pues habiendo sido creado el hombre para el amor, para amar, no hacerlo continuadamente sin arrepentimiento sincero y propósito de cambio, lo irá sacando, inexorablemente, de su destino celestial. No es Dios, que agota todas las posibilidades, sino él mismo quien, al irse cerrando, se va excluyendo, no dejándole a Dios otra opción: «Id malditos al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer…» (Mt 25).

¡Hasta estos avisos extremos llega el puro amor! ¡Así es Dios, amor de infinitos grados, que trasciende lo humano para ser más amor aún! ¡Así es Jesús, divino amor, que llega hasta dar la propia vida por rescatar, si fuera posible, a todos! ¡Así van siendo a lo largo de la Historia todos los hijos de Dios, los que beben la doctrina de Cristo, la guardan, y la ponen por obra!

Cuando Judas vio y oyó preguntar a los demás, también lo hizo él; y, escondido en hipocresía, lanzó su pregunta: «¿Soy yo acaso, Maestro?». No estaba en sintonía de intimidad con Jesús como para llamarle, como los demás, «Señor»; sólo alcanzó a usar un término utilizado protocolariamente también por muchos otros que no le aceptaban como Mesías Salvador: «Maestro».

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