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Lunes 4º de Cuaresma 1-04-2019

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“Como no veáis signos y prodigios, no creéis”

Evangelio según S. Juan 4, 43-54

Salió Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había atestiguado: «Un profeta no es estimado en su propia patria». Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta. Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: «Como no veáis signos y prodigios, no creéis». El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive». El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: «Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre». El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.

 

Meditación sobre el Evangelio

Salió para Galilea. Como un preludio cuya intención se notará más tarde, ahora en contraste con la prontitud de los samaritanos, recalca el evangelio: «Fue a Galilea, bien que el mismo Jesús suscitaba que ningún profeta es honrado en su tierra». El comienzo es feliz. A la larga será más el fracaso que el éxito: «Ay de ti Corazaín, ay de ti Cafarnaún; pues Tiro y Sidón hubieran respondido mejor y también Nínive».
Le recibieron bien. ¿Cómo no, si había producido tanto ruido con portentos? Se acusa la diferencia con los samaritanos. ¿Pasarán de la traca de los milagros a la vida de la fe? Esa fe que no retumba en explosiones, sino que brota mansamente como el manantial y crece calladamente como las ramas del bosque. Aquí es un funcionario del rey; su situación privilegiada y su dinero no le salvan de la calamidad; es Dios siempre en quien debemos esperar y siempre felizmente le necesitamos.

Algo de fe trae; es que la desgracia facilita el acercamiento. Aunque es una fe todavía ramplona, carnal, puesto que va en busca de su conveniencia y no nace de un amor a Dios y a los hombres. Ama al niño, pero porque es suyo y el instinto le tiene adherido a él; no es al prójimo (especificado en su hijo con particular intensidad) es a «su» familia a quien quiere. Raspas de caridad van en tal afecto, pero no es la caridad.
Jesús siente que sólo a fuerza de prodigios sean capaces de entrar en la verdad. Les falta esa voluntad limpia y nítida que entiende enseguida el bien y lo abraza, que percibe el aire de Dios en el alma y lo respira. Sin embargo se aviene Jesús a esta mezquindad para sacarlos de ella: «Si no veis señales y prodigios no creéis».
El palaciego le apremiaba; le corría prisa lo suyo y no estaba para sermones. Jesús lo miró compadecido; evitaría su duelo, y a la par intentaría esclarecerle. Caridad de Jesús. Le sanó al hijo. Se lo sanó en promesa; el hombre debería poner su fe. La puso, prestó crédito a la promesa, entregóse a la seguridad de Jesús; se despidió, y alentando fe, emprendió la vuelta. Siete horas tardó en llegar; ya era de noche. Los judíos contaban el nuevo día desde que salían las estrellas; por eso dijeron «ayer»; nosotros diríamos, esta tarde a la una se le fue la fiebre; era la hora precisa en que Jesús le concedió la curación.

Aquella familia recobró al hijo y entró en la fe del Maestro por la caridad de Jesús,

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