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Sábado 4º de Cuaresma 01-04-2017

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«Jamás ha hablado nadie como ese hombre»

Evangelio según San Juan 7, 40-53

Algunos de entre la gente, que habían oído los discursos de Jesús, decían: “Éste es de verdad el profeta”. Otros decían: “Éste es el Mesías”. Pero otros decían: “¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?”. Y así surgió entre la gente una discordia por su causa. Algunos querían prenderlo, pero nadie le puso la mano encima. Los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: “¿Por qué no lo habéis traído?”. Los guardias respondieron:: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. Los fariseos les replicaron: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la ley son unos malditos”. Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo: “¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?”. Ellos le replicaron: “¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas”. Y se volvieron cada uno a su casa.

 

 

Meditación sobre el Evangelio

L a idea que proclamaba causó enorme revuelo. Es condición de la verdad perturbar el pacifismo en el error, la somnolencia en la mentira. Ante la verdad grande no existe neutralidad, alineándose unos a un lado y otros enfrente. Los malos rechinan ante el bien real y el demonio azuza en contra. Los gobernantes que todo lo sacrifican a que no haya lío, dejan a todos liados con la mentira. Quien vive liado con la mentira, causa mil males, cancera la espiritualidad a todos, funda un vivir amargante, excluye el amor y destruye su familia a Dios.
Arrebatados por sus ideas, se decidieron muchos por El: que era el profeta pregonado por Moisés, o que era el Mesías esperado. Poca diferencia de uno a otro personaje, hasta considerársele uno mismo.

En cambio, influidos otros por el criterio dirigista, alegaban en contra su nacimiento galileo. Falsedad evidente; la falsificación es usual en estos casos. Contra la verdad se recurre al embrollo, a la adulteración de las ideas, a la tergiversación de sucesos y palabras.
Se produjo una escisión en el pueblo. Los guardias enviados por los sacerdotes tampoco lo apresaron, impresionados ellos mismos por las palabras de Jesús. Cuando los sacerdotes principales exigieron a los guardias el preso, éstos respondieron: ¡Jamás habló nadie como Él!
Esta razón los sulfuró. Que aquéllos reconociesen lo admirable de Jesús los sacaba de quicio. Aquí, amarillos de rabia, les restallan en la cara un sarcasmo: ¡Los infelices se habían dejado embaucar como idiotas!; que mirasen si alguno de los altos sacerdotes o de los conspicuos en virtud había creído en Él; ¡únicamente la turba maldita!

Una máscara devotamente configurada, oculta a los demás (y a sí mismos hasta cierto punto) su real fealdad, su miserable faz; pero a rachas se levanta un momento la careta y contempla horrorizado el que tiene ojos la deformidad de su visaje. Ahora ha sido uno de esos momentos: «Esa turba maldita». No aman al pueblo, lo desprecian, lo flagelan, lo escupen.Por eso no se podían entender con Jesús. Virtud que no fuera científica, ni teología borlada, la maldecían por incapaz. La ciencia era la ley divina, pero complicada, ardua, necesitada de estudio inacabable, cientifizada, convertido, por ende, el servicio de Dios en empresa imposible a los ignorantes, a los rudos, al pueblo indocto, a la mujer en quehaceres, y al hombre en sudores por los suyos. Mentalidad lamentable, suplantadora del Dios verdadero que es Padre, por un dios falso de ciencia y de bronce.
Les salió mal la diatriba. Nicodemus, uno de los insignes del Sanedrín central, tomó partido por Jesús; señaló que según la ley (ya que tanto alardeaban de ella) no se podía condenar a un reo sin escucharle primero.

Esta intervención los descompuso. ¡De su mismo rango salía uno que opinaba favorable a Jesús! A falta de razones, lívidos de cólera, le espetaron una mordacidad: ¿Eres tú de esa tierra de palurdos?; ¿te crees que salen Cristos de Galilea?
De todas maneras, aquello acabó en un desorden mayúsculo; se clausuró el pleito largándose cada cual a su casa.
¡Menuda tolvanera la que había levantado Jesús con presentarse en Jerusalén! A pie firme mantenía la verdad y se jugaba la vida a la carta de Dios. Con hombres así, Dios avanza; la pena es que aparecen pocos con tanto amor al Padre y tal fe en sus palabras.

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