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Lunes 5º de Cuaresma, feria.- 27-03-2023.

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“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”

Evangelio según Juan 8, 1-11

Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están sus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Meditación sobre el Evangelio

El Maestro se retiró aquella noche al monte de los olivos. Oriental, marcábasele un dejo nómada y campestre; Él, de quien dijo San Juan que «bajó del cielo y abrió su tienda de campaña entre los hombres».

Sabemos que el silencio de la noche, las sombras de los olivos entre el claro de luna, eran fondo para su oración al Padre. ¡Tan adverso encontraba el ambiente sacerdotal, tan cerrado como caparazón de un erizo! ¡Tan acosado y acorralado Él! A su Padre se recogía y le contaba y contaba, contra todas las imposibilidades haciendo palanca en su oración.

Se desahogaba con su Padre, preparaba en su oración la jornada, reposaba en su seno; y así, reposando, el sopor invadía su cuerpo y se dormía. Sosegada y valiente su respiración acompasada, su frente clara sobre los ojos entornados, soñando ¿con su Padre?, ¿con su Madre?, ¿con nosotros?

De mañana se presentó en el templo. Los plazos de vida eran breves y corría prisa aprovecharlos: ¡tantos ganarían si escucharan su instrucción! Apenas lo vieron, el pueblo acudió a su alrededor; sentóse Él y sentáronse todos en torno. Con imágenes claras, con ademanes expresivos, explicábales lo que debe ser la vida, lo que es Dios, la misericordia, la paz, el amor entre unos y otros.

Es la ocasión de desacreditarlo. Los doctores teológicos y miembros de la más férvida asociación, preparan una celada al Maestro, urden un plan para cazarlo, poniéndole en contradicción consigo mismo.

Una adúltera a la que se probase su delito tenía, según la ley, pena de muerte. Lleváronle una, delante del público, que le escuchaba embelesado, para hundirle ante sus admiradores. Sabían que el Maestro señalaba como norma de conducta y resolución de todas las cuestiones la caridad; presentaríanle aquella pecadora y solicitarían su sentencia.

No tendría escapatoria. Si sentenciaba misericordia, le acusarían ante el público de menosprecio a la ley, por saltarse a capricho las disposiciones santas e intocables de Moisés; si fallaba castigo, arrumbaba la caridad que predicaba y la consideraba inútil como constante proceder. Ellos, teniéndole de sobra conocido, se figuraban que optaría por la caridad, con lo que sería fácil acusarlo de quebrantar la ley de Dios transmitida por Moisés.

Invadieron la plácida escena donde el auditorio, sentado alrededor, pendía de los labios del Maestro. Alborotaron la serenidad, con su abrirse paso adelante, tirando de la desgraciada, pálida y abochornada.

Jesús, sentado, parte del auditorio todavía sentado, casi todos ya de pie alargando el cuello para no perder el acontecimiento; los conspicuos acusadores de pie.

Después de formular su pregunta taimada, aguardan. Jesús, indolentemente, se puso a jugar sobre el suelo; trazaba rayas como quien invita a que se vayan, por no estar dispuesto a hacerles el juego. Situación tensa. No se arredra Jesús de tal actitud ante personajes respetables; es mucha su entereza y le asiste la justicia de su causa.

Con tino procedió el Maestro. Pero aquellos avezados a marrullerías, insistían con voz alta en una respuesta, para que, o contestase, o el público presenciase qué perplejo y aturdido se encogía, ¡mal Maestro!

No había más remedio que erguirse y contestar. Se irguió de su escritura en el suelo y contestó. Primero se les quedó mirando fijamente; una mirada que a veces tienen los poseídos del Espíritu. Con sólo mirarles, los pasaba de claro y les registraba el alma. Escudriñados a fondo, echó al medio su sentencia: «Que tire uno de vosotros la piedra el primero, pero con tal de que esté sin pecado».

¿Sin qué pecado? Sin el mismo del reo o sin equivalente.

Impresión en la muchedumbre. Consternación en los litigantes. Se extiende la sensación de que Jesús sabe muchas cosas individuales que no se ven; hay temor de que al primero que agarre una piedra, le denuncie fechorías oscuras al sol de la plaza.

Se ha sentado de nuevo y, distraídamente, juega con el dedo en la tierra, sin mirar a los circunstantes; aguarda seguro los acontecimientos y abre así una fácil retirada a los contrarios. La aprovecharon, y con el disimulo posible, se evadieron.

Solos ante los espectadores atentísimos, Jesús y la mujer. ¿Tus acusadores se han ido? ¿Nadie te ha condenado? -Nadie, Señor-. Pues yo tampoco.

Había salvado a la mujer. Sin compasión alguna, la trajeron entre sus uñas los gavilanes, sin reparar en su dolor; sólo miraban de hito en hito las ordenanzas; el prójimo les tenía sin cuidado. Jesús desenganchó de sus garras a la víctima y la soltó libre al aire, aconsejándole: sé siempre como una paloma.

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