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Jonás y Elías. Cap. 12 parte 2

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Os presentamos un programa más de ‘Conociendo las Escrituras’ presentado por Beatriz Ozores. En este capítulo explicaremos que para entender el sentido literal de un texto bíblico “es necesario comprenderlo según las convenciones literarias de su tiempo. Cuando se trata de un relato, el sentido literal no comporta necesariamente la afirmación de que los hechos narrados se han producido efectivamente, ya que un relato puede no pertenecer al género histórico, sino ser una obra de ficción”.

El libro de Jonás da una buena idea de cómo es imposible evitar la llamada de Dios. Jonás era un profeta en el reino del norte de Israel, en una época en que los asirios eran una amenaza constante. El relato enseña claramente lo siguiente: que la misericordia de Dios sobrepasa las fronteras de Israel y que Dios será misericordioso aun cuando sus profetas no lo sean. “La palabra del Señor fue dirigida a Jonás, hijo de Amitay, diciéndole: Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y pregona en contra de ella, porque su perversidad ha subido hasta mi presencia. Jonás se levantó para huir a Tarsis, lejos de la presencia del Señor. Bajó a Jope, y encontró una nave que se dirigía a Tarsis. Pagó el pasaje y embarcó en ella, para ir con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor” (Jon 1, 1-3). Lo último que Jonás quería hacer era ir hacia el este, a Nínive, la malvada capital de los asirios, y decirles que se arrepintieran. Como cualquier buen patriota israelita, Jonás quería ver a Nínive borrada de la faz de la tierra. No era un cobarde: simplemente, como todo buen israelita, odiaba a los asirios y quería que fueran destruidos.

Por eso se embarcó hacia Tarsis, que probablemente estaba en España. Era lo más lejos que podía ir en dirección contraria. Jonás tenía una visión muy pobre de Dios y pensaba que podía huir de su campo de influencia.
Obviamente esto no es posible. Dios envió una “tremenda tormenta” que sacudió el barco. Los marineros pensaban que todos iban a morir; rezaron a sus ídolos, pero la tempestad se agravó. Al final, Jonás admitió que era su culpa: había desobedecido a Dios. Hizo que los marineros lo arrojaran al mar y la tempestad se calmó inmediatamente. Sin embargo, Dios todavía tenía planes para Jonás. Un gran pez se lo tragó y salvó su vida. Durante tres días estuvo como muerto en el vientre del pez (de hecho Jonás explica que estuvo en el seol, el lugar de los muertos). Entonces Dios habló al pez y éste escupió a Jonás a tierra. Era como si hubiera resucitado de entre los muertos.

Pero Dios seguía teniendo planes para Jonás. “La palabra del Señor fue dirigida a Jonás por segunda vez, diciéndole: Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y pregona en ella el mensaje que voy a decirte. Jonás se levantó y se encaminó a Nínive, con arreglo a la orden del Señor. Nínive era una gran ciudad ante Dios. Tres días hacían falta para recorrerla” (Jon 3, 1-3). Esta vez Jonás había aprendido la lección. Fue a Nínive y proclamó al pueblo lo que Dios le había dicho que dijera: “Dentro de cuarenta días Nínive será destruida”. Cuarenta días es el tiempo simbólico de un verdadero arrepentimiento. Dios estaba dando al pueblo de Nínive tiempo para arrepentirse sinceramente. Y lo hicieron. El rey ordenó que todos ayunaran y se cubrieran de saco y cenizas, que eran los signos tradicionales de arrepentimiento. Incluso los animales fueron cubiertos de saco. Dios miró sus obras, cómo se convertían de su mala conducta, y se arrepintió Dios del mal que había dicho que les iba a hacer, y no lo hizo. (Jon 3, 10) El mensaje de Jonás había tenido el efecto que se esperaba que tuviera, y esto era exactamente lo que Jonás había temido. Pero Jonás se llevó un gran disgusto y se enojó. Y oró al Señor, diciendo: ¡Ah, Señor! ¿No era esto lo que yo me decía cuando aún estaba en mi tierra? Por eso me adelanté a huir a Tarsis, porque sabía que Tú eres el Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia, y que te dueles del mal. Ahora, Señor, te suplico, quítame la vida: más me vale morir que vivir. El Señor le respondió: -¿Te vale más enojarte?” (Jon 4, 1-4).

Jonás no tenía respuesta para esta pregunta. Se marchó al tórrido desierto, al este de la ciudad, para lamentarse. Así que Dios le dio una lección muy gráfica. Por orden de Dios, un ricino muy alto y de hojas frondosas creció justo sobre la cabeza de Jonás y le protegió del ardiente sol. “Jonás sintió gran dicha por aquel ricino”. Pero al día siguiente Dios mandó un gusano que se comiera la base de la planta y ésta se marchitó. El sol cayó de pleno otra vez sobre Jonás, quien de nuevo comenzó a lamentarse. Sólo se quería morir. Respondió Dios a Jonás: -¿Te parece bien enojarte por un ricino? Y contestó: -Me parece bien enojarme hasta morir. Replicó el Señor: -Tú te apiadas del ricino, por el que no te has pasado fatiga alguna, ni le has hecho crecer, que una noche ha nacido y una noche ha perecido. Pues Yo, ¿no he de apiadarme de Nínive, la gran ciudad, en la que hay mucho más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir entre su derecha y su izquierda, e innumerables animales? (Jon 4, 9-11) El libro termina con esta pregunta retórica, aunque nosotros conocemos la respuesta. El pueblo de Nínive es mucho más valioso que el ricino de Jonás. Éste no tenía por qué haberse enfadado cuando Dios decidió ser misericordioso.

El libro de Jonás enseña las cosas por las que debe pasar un profeta: tiene que olvidarse de sus propias ideas y de sus propios planes para ir adonde Dios le envíe y anunciar lo que Dios le diga, algo que nunca ha sido sencillo.
Jezabel intentó con todas sus fuerzas sustituir al verdadero Dios por Baal y otras deidades paga- nas. Acusada de brujería, sufrió una muerte cruel. (2 R 9, 30-37) Por supuesto, también había falsos profetas. Normalmente llevaban una vida fácil y decían lo que el rey quería oír a cambio de una vida regalada. Vivían cómoda y lujosamente hasta el momento en que Dios ejecutó el juicio que sus verdaderos profetas habían anunciado.

 

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