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Viernes, Feria Mayor, 20-12-2019

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“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”

Evangelio según S. Lucas 1, 26-38

En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

 

Meditación sobre el Evangelio

A los seis meses del anuncio del embarazo de Isabel, vuelve Dios a enviar al ángel Gabriel.
Lo mejor que ha ocurrido nunca al mundo, al hombre, lo más importante y trascendente para la Humanidad, lo preparó Dios en un pueblecito perdido de Galilea, sin especial relevancia, llamado Nazaret, con una joven virgen desconocida, llamada María… ¡Cuán distintos los caminos de Dios de los de los hombres, sus criterios y visión, de los nuestros, de nuestra manera de ver, sopesar y juzgar… !: “Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55). ¿Dónde está la mayor grandeza de Dios sino en la pequeñez, sencillez y naturalidad más absolutas? ¿Quién podría imaginar, si nada de lo sucedido supiese, después, sobre todo, de conocer estos tiempos de tecnología punta (televisión, internet, móviles, comunicaciones veloces por aire y tierra, etc. etc.), que el mismísimo Hijo de Dios viniera a la Tierra en una época como aquella que, para colmo, resulta ser ‘la plenitud de los tiempos’ (Gál 4,4), con deficientes y primitivas comunicaciones y sin tecnología…?

¿No hubiera sido mejor ahora —podríamos pensar con nuestra mente y nuestro marketing—, en estos tiempos, en los que incluso podría haber sido conocido como niño prodigio…? ¿Quién podría sospechar que viniese en aquella época, pasando totalmente desapercibido el prácticamente noventa por ciento de su existencia, hasta sus treinta años en que se dio a conocer localmente, sin todavía trascender al Imperio Romano por entonces dominador del mundo de occidente? Aun aceptado supuestamente que así fuese, ¿quién podría no pensar que apareciese, al menos, en una ciudad importante por entonces como la misma Roma, Alejandría o, como muy poco, Jerusalén, que al fin y al cabo, si tenía que ser judío, era la capital y más notable ciudad de Israel…? ¿Y no pensar que naciese en el seno de una familia con poder e influencia política, religiosa o económica suficiente como para imponer su modelo de convivencia y sus doctrinas…?

Podríamos hacernos miles y miles de preguntas por el estilo, pero seguiríamos perplejos ante las intenciones y respuestas de Dios. San Pablo, al darse cuenta y meditar los planes del Altísimo a través de la Historia, tuvo un arranque, una subida desde el corazón llevado por el Espíritu Santo y por su amor y admiración por Dios: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos…! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero…?”; desembocando en total adoración: “A Él la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11).

Ante la sencillez e intimidad que inspira este pasaje, mantengámonos en silencio, expectantes, en unión con el Cielo entero, a la espera de la respuesta del ser más encantador, junto con el Hijo que le nacerá, que jamás haya existido ni existirá en la historia pasada, presente y futura de la Humanidad. Respuesta doble: su “sí, hágase” (fe absoluta; confianza plena), conociendo por las Escrituras lo que le ocurrirá al Mesías, y su disponibilidad para amar, que hará que, después de oír al ángel Gabriel, decida partir con premura a visitar en su alegría a su pariente Isabel (“Alegraos con los que están alegres”, escribirá San Pablo —Rom 12—), que había quedado embarazada siendo estéril y de avanzada edad (“Para Dios nada hay imposible…”). Juntas compartirán y gustarán la actuación y planes del Altísimo que las une entrañablemente.

En el pasaje evangélico de ayer, Zacarías dudó que fuera posible cuanto el ángel le anunciara de parte de Dios. María, en cambio, solicita instrucciones para saber qué hacer, entregándose plenamente, en cuanto las recibe de Gabriel, a la voluntad y poder de Dios, del que no duda siquiera un instante.Ansía Dios, anhela, quisiera que su Palabra se encarnase en cada uno de nosotros haciéndose vida visible en obras de fe-amor (“Vivo, pero no soy yo el que vive, sino Cristo que vive en mí” —Gál 2—; “El que me ama guardará mi palabra —dice Jesús—, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” —Jn 14—). Por eso recibe cada uno como anuncio su Palabra. Se trata de escucharla y aceptarla con un “sí, quiero” íntimo y personal de corazón, guardándola anidada en las entrañas para irla poniendo por obra en el vivir; cada cual en el suyo, bajo la sombra y con la fuerza del Espíritu Santo, de manera que lo que vaya a ir naciendo no será obra nuestra, sino de la misericordia entrañable de Dios que opera en nuestro sí.

¡Y cuánto María podrá influir en eso si la dejo y a ella acudo…! Nacerá en mí un hombre nuevo, que durante esta vida recibirá las acometidas de mi propio hombre viejo, del mundo y del demonio. Y eso en mi día a día, con mis intentos fallidos, aciertos, caídas y vueltas a levantarme; perseverando y acudiendo a la misericordia divina, “porque para Dios nada hay imposible”. María quiere acunarme en su corazón inmaculado para este nacer para Dios (“Mujer, ahí tienes a tu hijo…”; “Ahí tienes a tu Madre…” —Jn 19—); a mí y a ti, con nuestra manera de ser, cualidades, circunstancias, y en el sitio donde estemos. Así, con el tiempo, muchos recibirán de nosotros el anuncio festivo de esa Palabra, viendo nuestras buenas obras.

Y el primer evangelio que conocerán para contactar con Jesús y con el Padre no será el de ninguno de los cuatro evangelistas, sino el de nuestra propia vida, que les ayudará a abrirse y encauzarse hacia Dios.
“Y el ángel se retiró”… ¡Pero Dios no! … Tocaba vivir.

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