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Martes 19-03-2019 Solemnidad de San José, esposo de la bienaventurada Virgen María

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“Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”

Evangelio según S. Mateo 1, 16. 18-21. 24a

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.

 

Meditación sobre el Evangelio

Comienza este pasaje con el parentesco de José, final de la genealogía que aparece en el evangelio de san Mateo. Jesús, en lo humano, pertenece al pueblo hebreo; es de la estirpe de Abraham y de David, pero su nacimiento fue sin intervención de varón. Dios irrumpe en la Humanidad en la plenitud de los tiempos a través de su Espíritu y la libre aceptación de una joven virgen de Israel. Las circunstancias en las que Dios aparece, según su plan excelso, son, humanamente, extrañas: antes de vivir juntos, María queda embarazada. José sabe, nota su estado, y él no es el padre. Ella, con una fe ciega en Dios que la lleva a una esperanza cierta, deja en sus manos la situación con José y espera; espera las soluciones de Dios. Sabe que está expuesta, según la ley, a muchos peligros por estar ya desposada con José. A él, que sabe que ella es excepcional, le choca ver su estado. Grandes tentaciones sufriría al respecto. Nada sabía del milagro del Espíritu Santo. Estaba realmente confuso. Fue grande su lucha para tomar una decisión. No comprendía. Era varón ‘justo’ (bíblicamente, esta palabra no se aplica tanto a ‘justicia’, tal y como la entendemos hoy, cuanto, más bien, a ‘santidad’). Es decir: José era noble, con un espíritu lleno de bondad (caridad), fe y obediencia a Dios, cosas todas observables en su modo de obrar.

Aunque el derecho le amparaba para repudiar a María, el denunciarla llevaría consigo que ella quedaría como culpable de un embarazo ilegítimo, cuyo castigo podría llegar al apedreamiento público. Por otra parte, repudiarla en secreto implicaba que él la dejaría (seguramente, yéndose de Nazaret), quedando él como culpable de abandono, y ella, ante todos, libre de culpa. En su lucha dolorosa optó por la salida más favorable a ella. Y Dios no se hizo esperar más, saliéndole al encuentro por medio del ángel… ¡llegando así las soluciones; las de Dios! ¡María, en su pleno fiarse de Él, vio cumplida su esperanza! (“Nadie que ponga en Dios su confianza quedará jamás defraudado” —Sal 22; Eclo 2—). El amor de Dios es tal que dista mucho de los amores y conceptos terrenos; fue Dios mucho más allá en el inmenso bien que les preparaba a ambos y a toda la Humanidad. Preciosa Su respuesta divina a la fe-esperanza de ella. Involucra a José, quien, actuando desde su extraordinario amor a María, se encuentra en sueños con el ángel y da su “sí” incondicional a Dios y sus planes, a los que se entregó por entero poniendo por obra de inmediato cuanto había oído. Podría muy bien llamarse a este pasaje “la anunciación a José”.

¡Imaginemos la gran alegría de ambos cuando se contasen cuanto había sucedido! ¡La fe y el amor triunfaron! José apresuró así las ceremonias nupciales, quedando, a la vista de todos, como padre de Jesús.
Dios, siendo amor, puede contactar con cada uno por los caminos que determine, sea a través de sueños, de la oración, o por otros diferentes, inesperados. Nosotros, fiados de su palabra (“Este es mi mandamiento”), tenemos para contactar con él un camino siempre seguro, el del amor al prójimo: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (1 Juan 4).

Contemplando a María, contemplando a José, ve uno cómo la solución de los problemas que trae consigo esta vida no está tanto en que no existan, en que no los haya, cuanto en cómo abordar los que vayan viniendo. Contemplando a María y a José se pone de manifiesto que Dios merece siempre nuestra entera confianza, se pongan los acontecimientos como se pongan. En la medida que nuestra respuesta se adapte a la de ellos, una fe esperanzada y confiada en que él lleva nuestras vidas, con nuestro amar al prójimo cada día, en esa misma medida notaremos la intervención divina, las soluciones de Dios. ¡Su amor nunca acaba y es absolutamente fiel! Todo lo hace con y por amor, aunque no entendamos y quedemos a veces desconcertados.

Con un amor supremo, guiando a cada uno hacia su verdadero bien (“El Señor es mi pastor, nada me falta; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; aunque camine por oscuras cañadas, nada temo, porque tú vas conmigo…” —Sal 23—). Lo hizo con María. Lo hizo con José. Lo hizo con Jesús, su Hijo hecho hombre. ¡También lo hará con nosotros! Para él no pasamos desapercibidos. Le importamos muchísimo. Nos ama inmensamente. ¡Cómo no, si es nuestro Padre! (“Vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” —Mt 10,30—).

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