“Y toda carne verá la salvación de Dios”
Evangelio según S. Lucas 3, 1-6
En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios».
Meditación sobre el Evangelio
Juan recorrió la región del Jordán, intersección de las rutas del norte y del sur, paso de las caravanas.
«Fue dirigida a Juan la palabra de Dios»; esa palabra que habla a todo hombre que viene a este mundo, esa Palabra que estaba para salir al mundo sensibilizada (Jn 1, 9).
No era la Palabra, sino que a él se dirigió. Era su heraldo, trompeta que rompe la marcha avisando que llega la luz. Si el trueno precediese al resplandor, Juan era el clamor de las nubes que anuncia el fulgor del relámpago.
Llamaba a la conversión, a cambiar de vida, un cambio de espíritu en lo más íntimo del ser que te hace pensar, sentir y obrar de otra manera; cesar en la manera rastrera y corriente de casi todos los mundanos y empezar a obrar conforme a la manera de los hijos de Dios. O sea, pasar de ser del mundo a ser realmente de Dios.
El hombre, preocupado por solucionar sus cuentas con el Altísimo, por librarse del torcedor de la conciencia, se acerca a quien le presente la manera viable de restituirse a la amistad de Dios. Juan les predica ese cambio. Antecede a Jesús para facilitar su labor.
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