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Miércoles octava de Pascua 04-04-2018

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“Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”

Evangelio según S. Lucas 24, 13-35

Aquel mismo día, el primero de la semana, dos discípulos de Jesús iban andando a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les preguntó: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues, fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan

 

Meditación sobre el Evangelio

Vieron a aquel peregrino y sus ojos no cayeron en la cuenta de quién era. Estaban demasiado enfrascados en sus cosas, demasiado metidos en sí mismos y en sus esquemas de cuanto había ocurrido como para fijarse bien en nadie, y sus corazones desilusionados y apesadumbrados por el fracaso de lo que esperaban. Jesús, aparentando ignorancia, saca de ellos la verdad que llevan en el corazón para llevarlos con su palabra y explicaciones a la verdad plena: ¡Cuánto los ama! Conforme se iban abriendo a él y le escuchaban, iba entrando el ardor del Espíritu, el ardor del amor de Dios en sus corazones.
Nos ocurre a menudo estar metidos en nuestros proyectos, trabajos y demás preocupaciones, azuzados por la prisa, y no reparamos bien en quienes tenemos delante; no nos detenemos lo suficiente ni los atendemos debidamente.

Tampoco advertimos que Jesús, que Dios nuestro Padre, nos manifiestan su amor con ciertos detalles, aun en los acontecimientos más duros, tal vez a través de personas, frases, hechos “casuales”, etc.
Pues bien, era Jesús, que les sale al paso en su triste y desengañada salida de Jerusalén, haciéndoles ver con la Escritura que era necesaria la Pasión del Mesías para llegar a la resurrección. Y cuando hizo ademán de continuar su camino, lo forzaron amablemente, sin saber aún que se trataba de él, a pasar la noche con ellos, dado lo avanzado ya del día, y él entró para quedarse («Fui forastero y me hospedasteis…” —Mateo 25, 35—). Se puso a la mesa con ellos, bendijo el pan y lo repartió, ¡y entonces lo reconocieron! (“Todo el que ama al prójimo conoce a Dios” —1 Juan 4—). Con ellos celebró Jesús aquella tarde su segunda eucaristía: la Palabra explicada por el camino, el pan…

Cristo, evidentemente, no sólo era “un profeta poderoso en obras y palabras” como ellos pensaban; comenzaron a experimentar ardientemente que era mucho más: El Hijo de Dios vivo, Palabra encarnada del Padre para salvar a todos los hombres que la reciban en sus corazones, que ayudados por el Espíritu la vayan poniendo por obra. Su corazón desborda caridad, para que, llenando los nuestros, nos volvamos celestiales (“Cuando se había ido, se decían: ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”).

Como Cristo muere y resucita, nosotros moriremos y resucitaremos: nuestra redención es una transformación divina que, no sólo se opera, sino que se representa por la muerte de Cristo; transformación que, por lo que mira al pasado, es muerte, y por lo que mira a lo nuevo, es vida y resurrección. Nos dejó como norma y ley de vida la caridad. Cristo es el vencedor que esperaba la Humanidad, y el que obtendrá para los suyos el éxito de la gloria absoluta e inmortal. Primero llegó a la victoria de su propia resurrección, para darle cima con la resurrección a la vida eterna de cuantos crean en él; resurrección que se empieza a preguntar en ocasiones ya desde aquí.

Este encuentro con Jesús los hace cambiar de dirección, pasar de tristeza a alegría, de muerte a vida; resucitar a una vida nueva no encerrada en sí, sino abierta a los demás: se volvieron inmediatamente a Jerusalén para transmitir a todos su vivencia.

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