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Sábado 5º de Cuaresma 24-03-2018

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“Habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”

Evangelio según S. Juan 11, 45-54

Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús [la resurrección de Lázaro], creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación». Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.

 

Meditación sobre el Evangelio

De la concurrencia muchos se pasaron a la banda del Maestro; después de aquella resurrección no cabía duda de que era el Enviado de Dios. Con todo, algunos hubo que obstinados en su negra voluntad se fueron a Jerusalén para dar parte a los enemigos. Es de notar que a los enemigos a quienes primero se dio cuenta fue a los miembros de la más devota asociación. Se les nombraba los selectos. Les sacaba de quicio que enseñase una espiritualidad diversa; eso de que a la caridad diese la importancia máxima, y pasase a segundo plano cultos, liturgias y ayunos, les escandalizaba; eso de que erigiese en norma suprema la caridad, anteponiéndola a la ley, los sacaba de tino. Las demás asociaciones piadosas se influían enormemente de estos apasionados de la observancia y rigidez.

Existía un grupo poderoso que, respecto de ellos, era el más independiente: los saduceos. Compuesto por los sacerdotes principales y personajes de altura, no sentían el fervor, sino la política, ni deseaban tanto santidad cuanto mandos y fondos. Sí cumplían, puesto que era su oficio; pero contemporizaban con lo que fuera, con tal de sostenerse v medrar. Emparentados con los fariseos por el culto, la liturgia y el templo, convocaron a reunión con ellos. Los fariseos necesitaban de los saduceos, pues eran los jefes del culto y los altos sacerdotes; y éstos necesitaban de aquéllos, pues dominaban con su fervor al pueblo. Tales fervorosos, enterados del prodigio fenomenal de Betania, temieron la popularidad del Maestro y proyectaron destruirle inmediatamente, sin plazos. Acudieron a los grandes sacerdotes y les sugirieron: Ahora se pondrá al frente de la nación y los romanos nos arrasarán.

Asustó esta posibilidad a las cabezas. Les tenía sin cuidado tal o cual teoría; pero no querían líos; a toda costa había que conservar su bien-pasar y su magnífica posición. Precisamente Caifás conducía con gran tiento sus relaciones con los romanos, y no era cosa que un exaltado viniese ahora a perturbarlas por la idiotez de si la santidad es de ésta o ésta manera. Reunieron de consuno al sanedrín, consejo supremo de la nación. La proposición es escalofriante de cinismo y obstinación: El peligro es que obra muchos milagros (!) y que con tantos milagros la gente acabe por creer en Él (!). La verdad o falsedad de su mensaje no les interesa a aquellos próceres de la religión; lo que les interesa es continuar en sus sillones. El pueblo creerá en Jesús, se revolucionará y vendrá la catástrofe: El ejército romano arrasará el templo y nos pasará a cuchillo.

Así conferenciaban azuzados por los devotísimos selectos, cuando Caifás, el mayor de los sacerdotes, se levantó para resumir y concluir. Con zorrería e insolencia escupió: « ¡No sabéis nada! La solución es que perezca uno para que no perezcamos todos». Con perfidia propuso un asesinato, que se embozaría, claro está, de otras apariencias. Todos aceptaron el homicidio. Manos a la obra. «Desde aquel día determinaron matarlo».

Pero hubo una intromisión de Dios en los planes maquiavélicos de los conjurados. La resolución que dictó Caifás, se la hizo Dios pronunciar con palabras que resultasen una profecía exaltadora de Jesús: «Sí, convenía que un hombre muriese por el pueblo, para que el mundo no perezca».

Retiróse Jesús de sus dominios, de las cercanías y alcance de sus esbirros.

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