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Sábado, Solemnidad de la Epifanía del Señor 06-01-2018

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«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo»

Evangelio según S. Mateo 2, 1-12

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá; pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”». Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino

 

Meditación sobre el Evangelio

Dios es dueño y señor de la Historia, y «sabemos que en todas las cosas él interviene, respetando la libertad de todos, para bien de los que le aman» (Romanos 8), de los de buena voluntad, que él quisiera que fuesen todos los hombres. Y se comunica a veces con ellos con un lenguaje amoroso que entienden bien, el de «las casualidades» en medio de los acontecimientos, considerándolas tales los sesudos e intrascendentes, pero no así los de corazón limpio y sencillo («Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.» —Mateo 5—), que ven en ellas el poder, pero, sobre todo, el amor de Dios actuando con la máxima suavidad y naturalidad. Ven lo extraordinario en lo ordinario.

Porque la mayoría de las actuaciones de Dios en nuestras vidas se producen por cauces naturales, normales; lo extraordinario nos viene por vías ordinarias, que así es como él manifiesta, primordialmente, su gran amor providente y paternal. Por eso, ¿qué mayor milagro que aquello que sucede justo cuando lo necesitas, venga por la vía que venga? Y lo hace sin esfuerzo, como si las cosas de por sí vinieran solas, sobre los raíles de siempre. Imaginaste imposible una solución; acudiste confiado como niño a su Papá que todo lo puede, y te asombraste de lo fácil que fue para Él resolverla… ¡Bendito tal poder que nace de tan gran amor!

Eran estos magos sabios procedentes de fuera de Israel, preludio de un futuro prometedor que comenzaría, para toda la Humanidad a partir de la predicación de san Pablo y los demás apóstoles, pero que Dios anticipó en ellos.
La intelectualidad por sí sola resulta impotente para las cosas de Dios. Crea una especie de velo, segrega una especie de pus con que tapa a Dios y a sus cosas («El conocimiento engríe; lo constructivo es el amor» —1Corintios 8-—). Hay cosas que no se comprenden con la sola luz de la razón, y que el hombre no puede abarcar ni entender si no es iluminado por otra luz con la que, pareciendo no ver, ve mucho más: la fe. Esa fe que Dios va dando a los de buena voluntad, y que permite detectarle en todo: en lo pequeño y lo grande; en lo minúsculo y lo fabulosamente inmenso, y que hace a un intelectual limpio de corazón despojarse de sí, dejando sentado su saber a las puertas cuando se trata de las cosas de Dios.

Esa fe que, al irse manifestando en la vida en forma de amor, produce un saber cierto y muy distinto del saber terreno («Quien ama conoce a Dios, porque Dios es amor» —1Juan 4—). Esa fe que es humilde, hasta el punto de verse uno mismo ser nada ante Él que lo es todo; ser una vasija de barro vacía, y ver cómo es Él quien la va llenando… Tal el corazón de aquellos magos, de aquellos sabios. Y el de muchos santos que así obraron, aun siendo intelectuales, y así a la santidad llegaron…

Dios se muestra a los magos como suele él hacer, saliéndoles al paso en los trajines de sus vidas. En este caso a través dela ciencia que trataban y estudiaban, en su escudriñar las estrellas. Él nos suele salir al encuentro en los quehaceres diarios: al ama de casa en su labor; al padre y a la madre en el trato con sus hijos, en el hogar, en el trabajo; al niño, al joven, al adulto y al anciano; a la enfermera y al enfermo; al funcionario entre sus papeles, o en su atención al público; al médico en su ejercer la medicina; al profesor en su labor docente; etc. etc., para que pongamos atención en amar a los demás. Se compone así una infinita red de posibilidades a través de las cuales él se hace el encontradizo con cada persona.

Los magos vieron en aquella estrella lo que vieron, y se entregaron, absolutamente entusiasmados, con limpieza de corazón y llenos de fe, a aquello que vieron. Fe que se convertirá, con sus dádivas, en generoso amor que a Dios adora.Curiosos “los juegos” de Dios. Pierden de vista la estrella, y se preocupan grandemente (¡cuánta alegría al volver luego a verla!), y la perseverancia desde su fe les lleva a hacer lo que pueden, lo que se les ocurre, que es informarse. Dios juega a veces haciendo carambolas a varias bandas, y la interrupción de la segura luz en la que uno se va apoyando, deja paso a cierta oscuridad. Oscuridad en la que, moviéndonos a tientas y con dudas, se agranda y autentifica más nuestra fe; en la que se acude más a Él para poder vencer tentaciones, fortalecer nuestra poquedad, nuestra debilidad, y que posibilita un sin fin de opciones más. Siempre su motivo es el amor, aunque a veces no entendamos.

Aquí sabemos que, entre otras cosas, a través de los magos Dios da un fuerte toque, una llamada seria, una oportunidad inmensamente amorosa a aquel rey malvado (“cada árbol se conoce por sus frutos” —Lucas 6, 44—), que reaccionó con taimada y más obstinada maldad. También la da a sus cortesanos, a las autoridades religiosas, a los sabios entendidos en la Escritura y, en general, a todos los habitantes de Jerusalén. Y los magos sin saberlo, todo inocentes, pero no abandonados de Dios que los hace volver por otro camino a sus tierras. Pero antes, una vez cumplida «su misión» en Jerusalén (por ellos seguramente ignorada), hace que vuelvan a encontrar su estrella, cosa que los llena de alegría.

Belén no era poca cosa, pues en ella nació Cristo Jesús, el Salvador del mundo. Tú no eres poca cosa para Dios, porque Él, tu Salvador, está en lo profundo de tu corazón (“El reino de Dios dentro de vosotros está” —Lucas 17, 21—)… Adéntrate allí; háblale, que te escucha; escúchale, aprende a escucharle…
¡Qué corazones los de aquellos seres, que al ver al niño (ya no en el pesebre) lo adoran como Dios! (No lo harían sólo por ser rey de los judíos, viniendo ellos de pueblos con sus respectivos reyes). Le dejan presentes: oro, como rey (que les vendrá bien posteriormente, ¡oh “casualidad”!, en su precipitada huida y establecimiento durante cierto tiempo en Egipto…); incienso, como Dios, y mirra, una resina aromática amarga, anticipando los amargos momentos que le esperan en su vida, y usada también para embalsamar. De que sean tres los dones que cita el evangelio que ofrecieron en sus cofres, viene la tradición de que fueron tres los magos.

Y María seguía guardando y meditando todo lo acontecido en su corazón…

¡Qué fe íntima y serena la suya!

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