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Miércoles Octava de Pascua 19-04-2017

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«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída»

Evangelio según S. Lucas 24, 13a. 15-17a. 19b-32

Aquel mismo día, el primero de la semana, dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”. Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues, habiendo ido muy de mañana al sepulcro y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron”. Entonces él les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!” ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?”. Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”.

 

Meditación sobre el Evangelio

V ieron a aquel peregrino y sus ojos no cayeron en la cuenta de quién era. Estaban demasiado enfrascados en sus cosas, en su charla, como para fijarse bien en nadie, y sus corazones, desilusionados y apesadumbrados por el fracaso de lo que esperaban: un reinado, un reino como los de este mundo. Todo ello no les permitía ver; estaban ciegos a otras realidades y demasiado metidos en sí mismos; ciegos a la Realidad, a ese prójimo que se les presentaba ante sus ojos. Conforme se iban abriendo a aquél peregrino y le iban escuchando, iba entrando en ellos el ardor del amor, el del Espíritu que, propiamente, brotaba de sus corazones. A nosotros nos pasa tantas veces que con nuestras prisas, proyectos, trabajos y demás preocupaciones, no reparamos en quienes tenemos delante, no nos detenemos lo suficiente ni los atendemos debidamente, ni tampoco advertimos que Dios, nuestro Padre, o Jesús, está con nosotros, y nos manifiesta su amor en detalles, aun en los acontecimientos más duros… Bastaría con repasar, llegada la noche, nuestro día tras la brega, iluminados por Él, recordando cómo atendimos a este, al otro, e intentando captar lo bueno que nos sucedió, aun como digo, en medio de los acontecimientos más desfavorables, y que en esos momentos no captamos ni pudimos valorar; esos detalles de cariño suyo a través de personas, frases, hechos, envueltos a veces con el papel de “la casualidad” del momento en que ocurrieron y cómo ocurrieron… Posiblemente nos arda el corazón al descubrir sobre nosotros su rostro amoroso, y brote en nuestro interior algo de alegría y agradecimiento, aun estando enfrascados en multitud de problemas, porque hasta en ellos se encontraba la sutileza y delicadeza de su amor diciéndonos: “Estoy contigo; tus problemas son míos también…”.

Y eso mismo hará muchas veces que lo que llevamos entre manos, porque no hay más remedio, sea más llevadero (“Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”). De no tener esto en cuenta, ¡qué sabor más agrio y amargo se nos queda del día que se va, en el que todo nos pareció una carga…! (“Descargad en Dios todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros” -1Pedro 5, 7-); ¡y qué nublado se nos queda el espíritu…! (“¡Ánimo, que no se turbe vuestro corazón ni tiemble, creed en Dios y creed también en mí” –Juan 14, 1-).
Pues bien, era Jesús. Ya les había avisado de su muerte y de que al tercer día resucitaría, pero aún así ellos no lo reconocieron… Y les comentó todo aquello que las Escrituras decían sobre él. Cuando hizo ademán de seguir adelante, sin saber aún que era él, lo forzaron, amablemente, a pasar la noche con ellos, dado lo avanzado ya del día («fui forastero y me hospedasteis…” –Mateo 25, 35-), y él entró para quedarse, se puso a la mesa con ellos, bendijo el pan y lo repartió. ¡Y entonces lo reconocieron! (“Todo el que ama al prójimo conoce a Dios” -1 Juan 4).
Celebró Jesús con ellos, aquella tarde, su segunda eucaristía, con la Palabra explicada por el camino, y la cena. Cristo, evidentemente, no sólo era un profeta poderoso en obras y palabras, sino mucho más: ¡El Hijo de Dios vivo!, la Palabra encarnada del Padre para salvar a todos los hombres que la reciban y la pongan por obra. Su corazón desborda caridad, para que, llenando los nuestros, nos volvamos celestiales (“Cuando se había ido, se decían: ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”).

Como Cristo muere y resucita, nosotros moriremos y resucitaremos: nuestra redención es una transformación divina que, no sólo se opera, sino que se representa por la muerte de Cristo; transformación que, por lo que mira al pasado, es muerte, y por lo que mira a lo nuevo, es vida y resurrección.
Nos dejó como norma y ley de vida la caridad. Cristo es el vencedor que esperaba la Humanidad, y el que obtendrá para los suyos el éxito de la gloria absoluta e inmortal. Primero llegó a la victoria de su propia resurrección, para darle cima con la resurrección a la vida eterna de cuantos crean en él; resurrección que se empieza a pregustar en ocasiones ya desde aquí.

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